No resulta fácil escribir un artículo sobre políticas públicas con la que está cayendo. El viernes fue el injustificable cierre de La Cónsula. El sábado la astracanada catalana. El domingo la confesión de un presunto delincuente que al parecer tiene grabado al presidente del Gobierno en funciones cogiendo sobres con dinero negro. Y el lunes el juicio del caso Nóos, con la Casa Real en el banquillo de los acusados. Un crescendo diario que puede dinamitar la fe de cualquiera. Y muere David Bowie y te sientes polvo de estrellas.

Son malos tiempos para la lírica, podríamos decir. Pero, como todo, depende del cristal con que se mire. Un reciente informe de la Unesco ha puesto sobre la mesa el potencial en términos económicos y laborales de la cultura, de las llamadas «industrias culturales». Cito textualmente: «Según el informe, las industrias culturales y creativas generan cada año 2,25 billones de dólares, lo que supone el 3% del PIB mundial, y dan empleo a 29,5 millones de personas (1% de la población activa del mundo). Los ingresos de las industrias culturales y creativas superan a los de los servicios de telecomunicaciones y suponen más puestos de trabajo que los de la industria automovilística de Europa, Japón y Estados Unidos en su conjunto (29,5 millones de empleos frente a 25 millones)». Fin de la cita.

En España, como acaba de destacar Rosa León en un estupendo artículo publicado en El Español, cuando se habla de cultura sólo se habla del IVA. Es una simplificación muy peligrosa, por dos motivos fundamentales. En primer lugar porque puede parecer que la aplicación de un IVA reducido va a tener inmediatas consecuencias benéficas sobre un sector muy castigado por la precariedad y lastrado por el pequeño tamaño de sus operadores económicos. Pero además, porque la política cultural necesita de más imaginación, más riesgo y menos recetas manidas y pasadas de moda. Lo que no consiguió Woody Allen -cómo acabar de una vez por todas con la cultura- casi lo consigue algún mediocre político nacional.

Sin embargo, no comparto esa visión casi exclusivamente económica de la cultura. La creatividad ajena nos hace pensar, aprender y crecer. Ser ciudadanos. Y precisamente por eso se echan de menos actuaciones más a largo plazo, el apoyo a nuevos y viejos creadores, o el diseño de medidas capaces de consolidar nuevos públicos. En todo el mundo las instituciones culturales están repensando su papel social, desde los museos más reputados a las orquestas más solicitadas. La era digital también tiene mucho que decir, y están cambiando aceleradamente los formatos, los hábitos de consumo, los canales y los modelos de negocio.

España es un país con una cultura propia conocida y valorada en todo el mundo. Lo mismo ocurre con Andalucía. Poco o nada se ha hablado de cultura en estos tiempos de nueva política, donde los temas parecen los mismos de siempre. Buena parte del talento nacional ha optado por la emigración más o menos voluntaria. Y entre quienes se han quedado y tratan de hacer nuevas cosas, cosas mejores -desde difundir el jazz hasta explicar toda la emoción que rodea al arte contemporáneo; o el microteatro o la literatura- hay un claro sentimiento de cansancio.

Habrá que analizar las estadísticas del Ministerio competente en la materia para ver qué ha pasado en España durante la crisis, cómo ha afectado al sector la subida de impuestos y la relegación de la cultura a un papel secundario en la agenda política y los programas electorales. Mientras tanto, nuestros hijos conocen cada vez mejor los Estados Unidos de América -su Constitución, sus modas, su música, sus políticos, sus problemas- que lo que ocurre y afecta a sus propios vecinos. Ya casi todos prefieren una hamburguesa a una paella. Como si la cultura mediterránea supiese a rancio. «Me dejo vivir ya sin preguntas», escribió Juan Luis Panero. A eso vamos, de cabeza.