Málaga es la Ciudad del Paraíso, la que Aleixandre vivió y soñó. Pero Málaga es a veces una ciudad artificial, aceras alicatadas, inversiones desordenadas o a destiempo y flores y plantas desubicadas como los pascueros de quita y pon. Ese artificio a veces pasa desapercibido pero cuando te escapas a Alemania comparas con su austeridad y caes en la cuenta de que ese artificio de Málaga, y de muchos municipios de la provincia, nos cuesta un dineral. Hemos cambiado los sembrados por polideportivos como si no hubiera un mañana. Marienplatz en Munich apenas tiene luces y un simple abeto adorna sin quitarle el protagonismo al majestuoso edificio del ayuntamiento. No le hacen falta pues esteroides; su esplendor brilla por sí solo. Aquí parece que necesitamos tapar la ciudad con luces, pascueros, adornos y contratos para que no se vea, para que el Paraíso no se perciba. Lo malo no es que se oculte la ciudad, lo peor es que ya nadie la conocerá como realmente fue. Algunos guardaremos ciertos recuerdos, pero los más jóvenes pensarán que en calle Larios el cielo es de led como quien piensa que la leche sale del Mercadona y no de la vaca. Las inversiones en una ciudad deberían ser como los árbitros en un Madrid-Barça, cumplir su función pero sin que se hable de ellos. Hemos hablado tanto de la inversión en el SOHO que al final no hemos conseguido ver un gran partido, pocos goles y el público cabreado. Así con todo. La sensación es que el artificio se produce por intervencionismo, del malo, y a destiempo. Cuando los políticos se dedican a pensar como faraones comienza el paraíso a derrumbarse y allí donde meten mano y controlan es una parcela a vigilar. Va de suyo que es importante cuidar una ciudad, pero mucho más es vigilar en dónde, y con quién, se meten los políticos no vaya a ser que nos encontremos con la serpiente que nos eche del Paraíso.