Desengañémonos: o es la hora del sentido de Estado o de su fracaso. O esta nueva generación de políticos lo tiene en este instante crucial para el futuro del país, o lo va a perder para siempre sin estar a la altura de una ciudadanía sabia que ha puesto el toro en el lugar preciso para la suerte.

No es nuestro tiempo. Me refiero al de quienes en primera fila o en la tercera realizaron con acierto desde 1977 el desmontaje de la Dictadura con un grupo de líderes con sentido del Estado y traidores por tanto a sus principios inamovibles, a sus «líneas rojas» de entonces. Por ejemplo, el PSOE al marxismo y a la República, al juicio de los ejecutores de 1936; el PCE a sus banderas, a la República, a los torturadores y asesinos del franquismo y a la URSS; y la UCD y AP al Franquismo.

No es esta esa coyuntura afortunadamente, pero tampoco es fácil y, sobre todo, es la de esta generación. La crisis del Estado de las autonomías y la secesión de Cataluña; la desazón de la juventud parada y emigrante; la ruptura interna de la derecha, que tiene también hijos parados y emigrantes, y en su mayoría de votantes, decencia.

Es la «hora de Azaña» porque alguien de esta nueva hornada de jóvenes -e incluyo entre ellos al joven rey (Juan Carlos fue actor decisivo en 1975)- tendrá que hacer uso de la palabra para unir al país, para galvanizarlo en torno a una nueva mayoría. La hora de Azaña, por el discurso parlamentario que logró que los españoles amaran a la Cataluña autónoma, y los catalanes a la República española. El momento, quizá, de «su hora más gloriosa» para una España ante el reto del más complejo presente desde 1975.

Un pacto de Estado pues que incluya en la negociación para la construcción de una alternativa, a las fuerzas de la oposición -viejas y nuevas- al gobierno actual, en concreto al PSOE, a Podemos, a Ciudadanos, a Izquierda Unida (aunque sólo sea porque lleva dentro al heroico Partido Comunista de España), con el objetivo de un pacto que dé estabilidad al gobierno e inicie una serie de reformas fundamentales.

Ese pacto imitaría el esfuerzo de la Conjunción Republicano Socialista de 1931 y de los gobiernos del primer bienio de la República; y desde luego, recordaría al consenso de la Transición y a sus gobiernos, los dos momentos claves de la historia de la democracia española en el siglo XX. Y la inmensa fuerza moral que acompañó esos acuerdos políticos para afrontar la modernización y democratización histórica definitiva de este país.

Este acuerdo de las fuerzas renovadoras de la política actual tiene que dedicarse a la reforma de la economía, a la reforma de la democracia y sus instituciones, y a la grave situación social. Tres tareas para una nueva generación en la historia de la España del siglo XXI.

El requisito, como es sabido, es una negociación compleja que se parece mucho a los dos momentos históricos citados por la presencia de fuerzas de la izquierda y del centro democráticos. Si este acuerdo prosperara, sería el momento del paso a la oposición del Partido Popular, porque es época de reformas para resolver la crisis social, económica y política del país, generada por sus políticas. Y porque el resultado electoral, se mire por donde se mire, es un clamor -a izquierda y derecha- en contra del gobierno del Partido Popular.

El pacto se parece en mucho a los dos momentos citados: el centro político, como garantía de conexión con los intereses materiales y con su incardinación democrática en una línea europea; la izquierda moderada del PSOE y la tradición de una gestión de gobierno que ha construido el estado social; y la izquierda de Podemos e Izquierda Unida, la juventud parada, estudiantil y emigrada de familias situadas a izquierda y derecha del espectro político, la intelectualidad crítica del país, la del grupo social y la generación española con el mayor impulso de cambio.

Pero todo esto hasta ahora no es suficiente porque falta la épica. Carecemos hasta ahora del discurso y de la palabra. De la conciencia política del difícil momento de nuestro país, y de la necesidad de las renuncias para transferirle potencia social, calado intelectual y conciencia histórica al acuerdo político, generar un estado de opinión social de compromiso colectivo. Como el de 1931. Como el de 1977. Los nuevos liderazgos se llaman Sánchez, Iglesias, Rivera y Garzón. El Partido Popular ha de elegir el suyo para esta hora diferente, para converger más adelante quizá con Ciudadanos en una nueva derecha. Como los Azaña, Prieto, Largo Caballero, Domingo y Lerroux de 1930. Como los Suárez, González, Fraga y Carrillo de 1976. Ellos deben abrir el proceso de cambio que durará el tiempo de volver el país a su normalidad económica, constitucional, social y política.

Quizá entonces será necesario convocar unas nuevas elecciones con una ciudadanía que haya recuperado su confianza en la democracia, en los partidos y en los nuevos liderazgos de esta generación de la postransición democrática.

Finalmente, el historiador debe advertir de los riesgos de una frustración política ante el fracaso del mandato electoral ciudadano. En nuestro país el riesgo del fracaso de la democracia tiene un nombre genérico, y otro específico. El genérico ha sido el autoritarismo y el militarismo. Y el concreto se llama franquismo. No olvidemos las lecciones de nuestra historia, ya que las nuevas generaciones de jóvenes -afortunadamente para ellos- no tienen su memoria.