Decía en una tribuna de este periódico (3-I-2016) que los españoles hemos votado un cambio en el «viejo modelo político» como medio para acabar con la corrupción. A esa reflexión añado ahora que también lo hemos hecho para que desaparezcan malas prácticas de nuestra democracia como el que quienes, encabezando unas siglas, sufren pérdidas relevantes en unas elecciones -lo sucedido al PP y al PSOE- no presentan su inmediata dimisión. Además si analizamos el bagaje político de Rajoy y de Sánchez, también encontramos elementos más que suficientes para pedirles «que se echen a un lado».

Rajoy, por su responsabilidad en la corrupción de su partido, por su deficientísima gestión del tema catalán, por la gran pérdida de influencia de España en la Unión Europea donde nunca hemos tenido tan poco peso político, por el incumplimiento de sus promesas electorales, y por la oportunidad desperdiciada de racionalizar la administración pública cuando tenía todas las herramientas políticas para hacerlo. ¡Ay, los intereses personales de la «casta política» enquistada en las estructuras de los partidos!

Sánchez, porque aunque tiene en su descargo el poco tiempo al frente del PSOE, ha demostrado no estar maduro para asumir una responsabilidad como la presidencia del Gobierno en su aparente falta de realismo tras las elecciones (y si esa carencia fuera real, peor me lo ponen). Lo menos que se puede pedir a quien aspira a gobernar España hoy es que tenga capacidad para interpretar correctamente los resultados electorales, sacar las oportunas consecuencias en el marco global y europeo que nos condiciona, y tomar conciencia de lo excepcional del momento. Parece como si solo le importasen sus intereses personales. ¿Dónde ha quedado esa herramienta política tan fundamental en la izquierda que es la autocrítica?

Como decía al final del artículo arriba citado, es la hora de la grandeza política. Bien; y ¿después qué?

De entrada, tranquilizaría comprobar con hechos que los intereses generales de España están por encima de los personales y de los partidistas. En este aspecto existe una gran oportunidad porque al no haber formación alguna con capacidad para llevar adelante su proyecto político, ninguna puede alegar que se conculcan los intereses de los ciudadanos que les han votado en la solución que planteo.

A continuación, la caída de ambos líderes provocará el desmoronamiento de sus respectivas estructuras partidarias porque, contrariamente a lo que se piensa, los partidos son pirámides invertidas de mediocridad que se sostienen apoyándose unos dirigentes en otros, y todos sobre la silla del «jefe». Eso facilitaría una regeneración interna que, al menos, posibilitaría el abandono de la «vieja política», protagonizada por quienes tienen muy difícil encontrar trabajo fuera de sus partidos. Porque como los ciudadanos no percibamos ese cambio acabarán deglutidos por las nuevas u otras formaciones políticas que puedan surgir.

La vieja política está condenada a desaparecer y no solo por el lado de sus gestores, de los políticos, sino sobre todo por el de la ciudadanía. Quien crea que la división derecha /izquierda, o progresismo/conservadurismo, sigue siendo válida para interpretar las decisiones de los votantes no entiende el mundo de hoy y, menos, el futuro.

La globalización y la complejidad crecientes de la sociedad no pueden abordarse a partir de tal simplificación ideológica que, al margen de la subjetividad de sus enunciados, explica los sonoros fracasos de las encuestas preelectorales. Los múltiples intereses de los ciudadanos son cada vez menos encasillables en las anteriores dicotomías; en medio hay una amplia gama de grises que arruinan las fidelidades electorales. Tiempo al tiempo.

En estos momentos la política española está condicionada fundamentalmente por la incógnita que se cierne sobre la unidad de España. La confianza en ella es requisito básico como garantía de las necesarias inversiones y cooperación internacionales, claves en el mundo en que vivimos. La desconfianza e incertidumbre sobre el futuro acabará apareciendo de alguna manera en la famosa «prima del riesgo» de la que ya no nos acordamos, como tampoco de Tsipras y Grecia. ¿Cómo se arbitrarán las políticas de defensa del bienestar y reducción de desigualdades que algunos pretenden con un «billón» de euros de déficit público? ¿Qué grado real de autonomía política y económica tenemos?

Por consiguiente el primer y más relevante problema, no sólo político sino social y económico, es la unidad de España, lo que implica que pase al primer plano de la política española porque condiciona todo lo demás. El desafío catalán, y el que ya apunta por otros lugares, exige una respuesta contundente de la inmensa mayoría de españoles, es decir «despartidizada», lo cual me parece importantísimo para el futuro. La excepcionalidad de la situación precisa una respuesta asimismo excepcional con visión política de Estado y no de partido.

En consecuencia pienso que, entretanto se produce la regeneración interna de PP y PSOE, se constituya un gobierno «de gestión» de las fuerzas constitucionales con el cometido esencial de atender tal desafío sin complejos, cambiar la ley electoral, modificar la Constitución y someter a referéndum dicho cambio. En cuanto al día a día, la gestión del interés general, en la medida en que el Gobierno esté formado por personas de prestigio nacional consensuadas entre tales fuerzas, se aborde con una combinación de los programas que no cambie el rumbo económico actual pero que, al mismo tiempo, introduzca las correcciones necesarias para mejorarlo en lo posible y eliminar las consecuencias sociales más graves del mismo.

Y tras el referéndum constitucional, encauzado el desafío independentista, y con los dos grandes partidos regenerados, se convoquen nuevas elecciones para que los ciudadanos elijamos el rumbo a seguir.