Los arrabales de la política siguen robándole planos a la realidad. Se atribuye a Confucio (que vivió, dicen, setenta y dos años, y me da a mí la sensación de que no fue tiempo suficiente para decir tantas cosas como dicen que dijo) la frase de que «cuando un sabio señala la luna, el necio se queda mirando el dedo», y si alguna vez hubo una sociedad necia es la que transitamos ahora, hipnotizada por pantallas que son inmensos, brillantes, alucinógenos dedos.

Se constituye el Congreso de los Diputados y las pantallas emiten la imagen de una madre diputada que amamanta a un niño o la de un joven diputado con rastas y sudadera. El mundo se escandaliza ante estas imágenes infrecuentes y ahí se queda todo, en la anécdota, en lo vano. La sociedad de la información va remachando así, uno a uno, los clavos de su ataúd. Si el periodismo, esencialmente, tiene el encargo de contar lo que ha cambiado, si se trata básicamente de decir «de ayer a hoy esto es lo nuevo», no sé a que viene escandalizarse tanto por una teta o por unos pelos largos, que son tan de todos los días en todas partes, y si no lo son en el Congreso es porque es el Congreso el que va con el paso cambiado. Pero si nos subimos al tiovivo del escandalito y nos paramos a mirar solo eso llegaremos, si no lo hemos hecho ya, a pensar que nada más ocurre y que podemos seguir mirando el dedo de la normalidad porque no hay ninguna cosa más preocupante.

Tengo la sensación de que últimamente nos ocupamos demasiado de los pelos. Los del diputado de Podemos Alberto Rodríguez y los del presidente catalán, Carles Puigdemont. Los españoles, es cierto, tenemos una natural tendencia a reírnos de casi todo, pero también, a veces, de quedarnos solo en la risa y ya dar lo demás por hecho. A mí, de Puigdemont no me preocupa cuándo se pela, pero sí que con el exiguo capital moral de haber ido medio de tapadillo en las listas electorales para el Parlamento de Cataluña (era el número tres de la lista de «Junts pel Sí» por Gerona), quiera independizarse de España a las bravas. Y también me preocupa la anticuada y absurda opinión de que sólo los que visten formalito son buenos chicos. Mira los Pujol, sin ir más lejos, tan bien peladitos y tan arregladitos siempre y cómo acabaron enseñando la patita. Nuestro refranero advierte de que el hábito no hace al monje, pero al refranero no le hace caso ya nadie. Como a Confucio.