Me da el corazón que este año voy a conseguir ser un poquito más buena. Se lo juro, oiga, aunque no creo que la tarea sea tan fácil. Dicen que, si te propones hacer algo bien, lo consigues. Cierto que, a veces, nos puede costar un gran esfuerzo pero no hay nada más gratificante que poder demostrar a tu peor enemigo que has sido capaz de lograr conquistar lo que él no lograría conseguir ni en sueños.

Si me estuviera viendo un profesor de latín que me tocó en suerte cuando con doce años vivía en Sidi Ifni, entonces ciudad española: confundí la traducción de una palabra latina. Después de increparme todo lo que quiso, le pedí permiso para salir de clase y me dijo: «Váyase, inútil, el próximo día puede ser que le ponga orejas de burro». En mi casa no dije nada, pero mis compañeros sí lo hicieron en las suyas y se formó la de Lepanto. Le aconsejaron que cambiara de clima. Mis padres intervinieron y pidieron que se olvidaran de lo ocurrido, porque estaban seguros de que jamás lo volvería a hacer. Y así fue. A partir de ese día las niñas pasamos a dar clase de latín con el padre Santiago que, como era también nuestro profe de religión, aprendíamos más vidas de santos que a declinar.

A pesar de los malos ratos que pasamos en sus clases, el resto de mi vida he recordado más a aquel pequeño canario que a ningún otro profesor del instituto ifneño. Hace pocos años se celebró una reunión de antiguos habitantes del territorio donde se comentó la labor de aquel pobre hombre. Me dio mucha pena comprobar que nadie le recordaba con aprecio. Tal vez, con estas líneas, nuestro mal recuerdo se borre y recordemos sólo las cosas buenas que hizo. Alguna haría bien.