Son las cuatro de la madrugada de un sábado y el metro va casi vacío. Una chica alta, de pelo rizado, con gafas, pequeño bolso en bandolera y ojeras como de haber llorado esa misma noche se sienta con las piernas cruzadas y apoya su cabeza en una de las barras verticales del vagón. Dos paradas después de que ella lo haya hecho, un chico también alto, con bufanda al cuello, botas de caña larga, anorak beige y ojeras como de llevar llorando lustros enteros se acerca despacio a ella y, sacándose de un bolsillo interior una varita mágica de plástico (azul, con cintas rosas, con una luz roja intermitente en el corazón de su estrella) le pregunta si le apetece que la convierta en sapo. Ella, enderezándose, se da unos segundos para asimilar la pregunta y contesta que ni hablar, que qué horror, que si la piel viscosa, que si la lengua pegajosa, que si el limo, que si no está para ni cree en los príncipes encantados. Él, sin arredrarse, se ofrece a transformarla en mariposa. ¿Mariposa, con lo poco que viven, con la contumaz vocación de su especie por acabar todas pinchadas en un corcho, con ese cuerpo verrugoso que no pueden ocultar sus alas? Y qué tal un unicornio. Peor: pinchan, son imposibles y ella está harta de amores imposibles y otras imposibilidades crónicas, tienden a la cursilería y buscan en las mujeres la hada que llevan dentro y no la piel o alma que las hace suspirar de placer.

El chico, que hasta entonces había permanecido de pie junto a ella, se sienta compungido a su lado y le confiesa que todavía no ha podido pasar de primero de varita y que, por eso, no puede ofrecerle más opciones. Ella, de pronto apenada, se interesa acerca de si sabe hacer otros trucos, a lo que él, rápido, como si esperara la oportunidad, le asegura que sí, pero que para ello tendrá que invitarle a su casa. La chica sonríe y le promete hacerlo cualquier otra noche que se encuentren en esa misma línea de metro. Hoy no puede ser, explica: serían tres en su cama y eso sería injusto porque uno de esos tres sería un fantasma. ¿Tampoco un beso, suplica él? En una cama caben tres, pero en un beso sólo caben dos, argumenta. Vale, un beso sí, concede ella.

El chico, para poder abrazarse mejor a la chica, suelta la varita mágica, que se desliza sin ruido hasta el suelo. Cuando ellos se separan, y después de que ambos, cada uno en una estación diferente, se hayan bajado del metro, el que contempla esta escena se agacha para recogerla. Lo hace emocionado ya que, a la vista de los resultados, está claro que es mágica de verdad, que tiene poderes, que es capaz de metamorfosear una gris realidad fin de fiesta y soledad y ojeras en otra de deseo, promesas, historias vivas, labios y lenguas humedecidos. Que se hayan ido cada uno por su cuenta no le resta maravilla al cruce de destinos que han protagonizado. Quizás, si lo pensamos bien, todo lo contrario. Un bonito cuento cotidiano que mitigará o borrará las pesadillas a las que ambos estaban abonados esa noche y bastantes más. Así que ese que ha tenido el privilegio de asistir a una escena así alza la varita mágica, la agita un poco para ver el baile de sus cintas rosas, aprieta el botón que enciende la luz intermitente de la estrella y se va pensando si será mejor elegir sapo, mariposa o unicornio.