Kenneth Goldsmith (Nueva York, 1961) es un poeta y profesor de la Universidad de Pensilvania al que le gusta ser un verso suelto, lo que incluye un vestuario que no deja indiferente a nadie. Un provocador nato que sabe cómo vender sus propuestas como si fueran novedosas. Un día decidió dejar a un lado sus herramientas de artista plástico y se pasó la estrofa. Para sus defensores es un genio adelantado a su tiempo. Sus detractores le consideran un simple vendemotos con tesis tan absurdas como su encendida defensa del plagio. O sea: dejemos de escribir a partir de ideas propias y palabras de nuestra cosecha para saquear directamente el material ajeno colocándolo en contextos distintos al original. Por ejemplo: copias todas las palabras de una noticia y te sacas de la manga un poema. Al diablo la originalidad. Vivan las remezclas (Goldsmith también trabajó de pinchadiscos, ojo).

El plagio como estrategia. Así de simple. Así de extraño: el autor confiesa que nadie le lee pero gracias a sus ideas Molotov mucha gente piensa sobre lo que propone. El autor en el universo Goldsmih se queda sin derechos porque cualquiera puede coger su trabajo y modificarlo como le dé la irreal gana. Quien impartió durante diez años un curso de «Escritura no creativa» alentaba a sus alumnos a copiar y plagiar a otros escritores, castigando la originalidad. Según él, por poner un ejemplo próximo, se pueden transcribir los discursos del Congreso de los Diputados, los publicas como si fueran una novela o un poema y ya tienes una explosión de arte político. Y así, todo. Su radicalidad disminuyó bastante desde que hizo una lectura pública de la autopsia de un muchacho blanco que murió por los disparos de un policía blanco. Al inmiscuirse en el frío texto como autor, cambió el orden de la información y empezó con la descripción de los genitales del fallecido. Una perfomance de pésimo gusto que le hizo mucho daño: se armó la de San Quintín. En otra ocasión invitó al público a imprimir y enviar páginas de internet a una galería de arte en México y 20.000 participantes mandaron diez toneladas de papel. El arte fotocopiado.

Lo cierto es que los ataques sufridos le han hecho más prudente y concentra sus esfuerzos en su curso universitario sobre cómo perder tiempo en internet, algo que, en principio no debería necesitar lecciones porque es algo que el ser humano domina de forma instintiva, y más desde que existen las redes sociales. En su curso hay ejercicios tan complicados como tocar los ordenadores de los compañeros, o intercambiarlos y rastrear sus contenidos sin pudor. También ven en grupo vídeos de cualquier cosa, chatean o hablan entre ellos por Skype desde distintos sitios del edificio donde siguen el curso. Sin un plan preconcebido. En fin, lo que se hace en casa pero aquí dentro de un aula. «¿Qué pasaría si esas actividades (mandar mensajes, actualizar nuestro estado y navegar sin rumbo) fueran usadas como materia prima para crear convincentes y emotivas piezas de literatura?», se preguntaba en la presentación del curso. Goldsmith se irritaba al leer en los medios tradicionales que usar tanto internet hace a la gente más tonta. Y él piensa lo contrario. Enemigo de una nueva moral construida a partir de un sentimiento de culpa por dedicar tanto tiempo a tareas inútiles, Goldsmith defiende la distracción visitando páginas absurdas, adora la multitarea con varios frentes abiertos y propone vagar sin rumbo pasando de un foro deportivo a una página porno, de un juego a un vídeo de perros, de una información sobre el tiempo a la última hora de un suceso, de comparar precios de un producto a escuchar una canción... Para Goldsmith nunca se leyó ni se escribió tanto como ahora con el corta y pega diario, usando las redes sociales para comentar o compartir enlaces, mandando correos electrónicos... Esa es la realidad, pero de ahí a pretender que todo ese magma llegue a ser literatura (es decir, arte que vaya a tener un receptor) hay un abismo que ni siquiera alguien tan audaz y astuto como Goldsmith consigue saltar. Ni siquiera en moto.