A los once años hay que escribir, quizás, la última carta creyente a los Reyes Magos. A los once años, acaso, el primer vuelo de unos ojos te despierta el corazón y aun no sabes qué te pasa, por qué alborota y duele al mismo tiempo. A los once años, con la vida entera entre las manos, hay que morirse de la risa pero no de otra cosa. A los once años, yo una vez los tuve, hay que creer en lo imposible como no volverás a creer nunca más, y ver a Campanilla brillando entre las sombras.

Pero si a los once años la carta es de despedida, si el colegio es un infierno y el único refugio posible es «el cielo», tenemos que admitir el fracaso de una sociedad en la que la violencia late desde todos los ángulos, formando negruras que no queremos ver, pero que están y son una grave amenaza. Si hay que preguntarse, con el dolor y el sufrimiento de lo irreparable, por qué un crío a los once años decide suicidarse, por qué el colegio es para él un lugar hostil e insoportable del que solo se puede salir saltando al vacío desde un quinto piso, también tendremos que preguntarnos qué vida estamos dando a nuestros críos, cuántos sienten sobre su espalda la insoportable presión de la violencia, la amenaza, la burla y el desprecio.

El acoso escolar es una plaga. Quizás muchos no quieren verlo porque les asuste pensar que unos chiquillos puedan ser tan crueles, tan violentos, como para llevar a otro al suicidio, pero es ya una verdad inocultable y es preciso hacer algo, detectar al niño acosador y al acosado y dar a los dos el tratamiento y la protección necesarios. Estoy convencido de que un niño acosador, un niño violento, es en algún orden de su vida un niño acosado, un niño víctima, y la violencia que ejerce sobre sus compañeros es sobre todo un grito desesperado de ayuda.

A los once años está todo por hacer, está todo por descubrir, está todo por inventar. No puede haber más dolor que alegría a los once años, ni más desesperación que esperanza. A los once años hay que amar la vida sin saber que amas la vida, hay que llegar a la cama muerto de cansancio, pero no muerto de tristeza y de miedo. A los once años, cuando todavía esta por decir el primer «te quiero», cómo vamos a admitir el último adiós y quedarnos quietos.