No quiero andarme con rodeos. Prepararse para lo peor es casi una cuestión de responsabilidad: la nave va a la deriva, los primeros síntomas económicos del desasosiego han empezado a surgir y pronto la incertidumbre por la inestabilidad se cobrará las primeras piezas en la frágil estructura del bienestar. Los españoles han votado para que sus políticos se pongan de acuerdo mientras que la única posibilidad de diálogo que existe entre ellos es la del mercadeo. Uno quiere ser presidente a costa de los cálculos más diabólicos, otros a lo primero que aspiran es a resolver los ingresos por grupo parlamentario, y el partido que ha obtenido más votos y, por tanto, ha ganado las elecciones apenas se revuelve en la impotencia de saber que gobernar no está en sus manos. El Rey ha expresado su perplejidad, cree que habrá que dar más de una vuelta para encontrar la salida del túnel. Los sondeos más recientes muestran que una mayoría del país no quiere volver a las urnas: sigue creyendo que los políticos deben entenderse. Sin embargo no ha habido un resultado claro que permita vislumbrar optimismo en la anhelada pluralidad parlamentaria, que sigue siendo más de lo mismo pero con mayor ruido. Con una segunda vuelta electoral todo estaría arreglado, en Francia remedió el desembarco de la ultraderecha en las regiones y en España resolvería la inestabilidad gubernamental que se avecina por culpa de las difíciles relaciones que persigue, en primer lugar, el PSOE de Pedro Sánchez, que trata de sacar ventaja personal de una situación que le acabará pasando factura. La primera lección de pactar con el enemigo se puede extraer de Cataluña donde Puigdemont ha tenido que votar con la oposición para evitar su primera derrota parlamentaria. El independentismo, ya ven, para lo que da.