Desde hace cuatro siglos, cada cien años un terremoto ha hecho temblar los cimientos del mapa de Europa. En 1618, se inició la Guerra de los Treinta Años que iba a dar como resultado una Paz de Westfalia que dibujó sustancialmente la cartografía de las soberanías nacionales. En 1714, nuevas dinastías se sucedieron en el trono de las Españas y los acuerdos europeos respondieron al reparto de territorios en función de ganadores y perdedores. En 1814, el Congreso de Viena certificó un nuevo orden europeo tras el vendaval napoleónico y revolucionario que se había llevado por delante tronos y tradiciones. Y en 1914, se desencadenó la más sangrienta guerra civil europea que acabó con varios imperios y despertó las ansias nacionales de muchos pueblos. Hoy, el gran error de Europa -y de España-, es no ver que algunas de las tensiones territoriales que están sucediendo en su seno son dolores de parto. Los dolores de la necesaria reacomodación de territorios, del imprescindible debate sobre fronteras, relaciones, flujos y mapas...

Sería necesario que en 2016 Europa reuniera un nuevo Congreso de Viena. Exploremos la posibilidad de que las tensiones territoriales en España sean sólo una onda sísmica, aumentada eso sí por motivos internos, reforzada por nuestra historia, pero procedente de un movimiento que no dispone de epicentro alguno, sino que nace de un sentimiento difuso de incomodidad territorial europeo. No hablo sólo de Catalunya. Ni tampoco solo de Escocia. La reciente reinstauración de controles fronterizos entre Dinamarca y Suecia ha llevado a que las áreas metropolitanas de Malmö y Copenhague se hayan sentido terriblemente incomodadas por haber cercenado una relación creadora de sinergias gracias al puente de Oresund que las une y donde la nacionalidad sueca o danesa no era relevante. Reestablecer fronteras y controles aduaneros en el interior de la zona Schengen ha tenido como consecuencia pérdidas económicas por valor de 3.000 millones de euros al año. Resulta cuanto menos curioso que se tilde al déficit nacido de la inversión en asuntos sociales como altamente desequilibrante de la estabilidad monetaria europea y medidas como ésta no alarmen a la Troika ni a las bolsas europeas.

«Matar Schengen es matar el euro», ha dicho Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea. Y tiene razón, porque no hay nada más cerca de la economía que el mapa. Schengen no es un artificio: es un mapa, es un diseño territorial. Matarlo es acabar con un proyecto económico. Por ello, Europa debería convocar inmediatamente unos Estados Generales para tratar el orden geopolítico europeo de cara al siglo XXI. Este nuevo Congreso de Viena debería debatir, acordar y proyectar el mapa de Europa hacia adentro, pero también hacia fuera. No sé cómo se resolvería el tema, pero de lo que estoy seguro es que el quietismo no zanjará las tormentas territoriales y geopolíticas de Europa, internas y externas. A mi modo de ver, el problema territorial de Catalunya no es menos importante que la rebelión geopolítica de los países del Este (Polonia y Hungría por ejemplo) ante la idea paneuropea, de base democrática y social. Lo de Escocia, Euskadi, Flandes o la Padania no es sustancialmente diferente de las ansias británicas por bloquear el libre tránsito. La resistencia de Eslovaquia a acoger a inmigrantes o que tres bomberos españoles sean apresados y llevados ante un juez en Grecia es consecuencia de poner por delante los intereses del estado-nación y la supuesta violación de sus sacrosantas fronteras a la solidaridad y al amor. Las geografías restrictivas de los estados colisionan con las geografías acogedoras del Vaticano y de una gran parte de la sociedad europea. En Viena, en lugar de dar palmas cansinas a la Marcha Radetzky deberían pensarse fórmulas audaces para que mapa y compasión, por ejemplo, vayan de la mano.

Sólo quienes no quieren ver pueden estar contentos con la geografía política y con la política de la geografía humana y económica que se está hoy dibujando en Europa. Duras incongruencias territoriales se dibujan en el horizonte: las regiones urbanas y metropolitanas más dinámicas chocan con sus propios estados a la hora de restablecer fronteras. La Unión Europea diseña una Red Transeuropea de Transporte para 2030 mientras algunos estados preferirían todavía contar con sus viejas vías de ancho propio para que los trenes tuvieran que detenerse en su frontera. Europa ansía ser un polo de exportación en el comercio mundial, pero algunos gobiernos siguen dibujando trenes en mesetas y despobladas regiones interiores que no conducen más que a la melancolía y a la ruina. Si los consejos europeos apuestan por grandes despliegues cartográficos, los jóvenes buscan lo próximo y frente al camino único de un plural abstracto -lo español, lo francés, los danés…-, se apuesta por la multiplicidad de desarrollos locales.

La anticipación política es imprescindible. El caos geopolítico que recorre Europa -concertinas en Ceuta y Melilla, pero también en el Danubio y el Canal de la Mancha y esperemos que no en otras fronteras Schengen-, debe abordarse. Hay un claro choque de geografías políticas en Europa: Catalunya es, si me apuran, un caso concreto, ¡e incluso no el más relevante! Estoy dispuesto a aceptar que Carles Puigdemont sea una preocupación para Bruselas. Pero seguro que no lo es menos que Viktor Orbán o Jaroslaw Kaczynski, primeros ministros de Hungría y de Polonia, unidos ambos por su desdén hacia las democracias liberales europeas, su rechazo a la inmigración, a la política de asilo y al mapa Schengen. Del Ebro al Vístula, del Clyde al Danubio, las aguas geopolíticas de Europa bajan turbias, que no necesariamente sucias. Y hay que hacer lo posible por afrontar la situación.

En su libro de reciente aparición, Orden Mundial (2016), Henry Kissinger avisa de la imperiosa necesidad de construir un nuevo orden internacional. Europa también debe hacerlo. Y debe hacerlo no desde una visión moral superior y única, sino procediendo a una artesanal adaptación práctica a la realidad, es decir, analizando con detalle los brotes de insatisfacción territorial y sus causas, proponiendo las adaptaciones de ordenaciones constitucionales e incorporando valores compartidos a las políticas fronterizas. Y hay que volver a preguntar a cada estado de la Unión si quieren profundizar en el contrato paneuropeo o desvincularse del mismo, en todo y para todo.

Economía y mapa van de la mano. Se equivoca, con todos los respetos, el flamante nuevo presidente del Congreso, Patxi López. España sí es un mapa. Como Europa. Y este mapa corre el riesgo de ser rasgado, agujereado, perforado por egoísmos y miserias. O se aborda su sutura, su modernización o será el caos. Ajustes internos y externos, recordando siempre que lo real abarca tanto lo actual como lo posible. Este nuevo Congreso de Viena debería reacomodar fronteras y mapas y, como aquel, aunque lógicamente con otros mimbres, asegurar un equilibrio de poder geopolítico interno y externo de la Unión Europea que refuerce su papel en el mundo, que cohesione internamente su estructura y que barra los prejuicios del viejo orden.

Epicuro señaló que vana es la palabra de aquel filósofo que no remedia ninguna dolencia del ser humano. De la misma manera, un mapa que no conduzca a ningún sitio -o peor aún, que conduzca hacia el pasado-, es igualmente inútil. Redibujémoslo pues. Junto al novum histórico, nos hace falta también un novum geopolítico. En España y en el resto de Europa.

*Boira es doctor en Geografía y profesor titular de la Universitat de Valencia