Uno mira las imágenes del nuevo Parlamento español y no puede menos que alegrarse. Camisas de colores, rastas, bebés en brazos, jerseys, pendientes desparejos, tatuajes, mochilas. Todo eso, claro, mezclándose con naturalidad con lo de siempre: trajes grises, corbatas, vestidos formales, zapatos de boda o bolsos de alta gama. Algunos alzan la voz (Celia Villalobos señalando posibles piojos en la cabeza de un diputado, algo sobre lo que pidió perdón después, o un periodista asombrándose de que Alberto Garzón haya acudido a su audiencia con el rey, el ciudadano Felipe según sus propias declaraciones, en vaqueros y sin nudo al cuello), pero, visto desde fuera de las siglas y de los prejuicios, lo que uno ve es lo que vería en una calle cualquiera de una ciudad cualquiera a casi cualquier hora del día.

Un Parlamento así, tan a pie de calle, es muy esperanzador por más que la mayoría de los analistas o de los agentes sociales o de las instituciones internacionales estén mirando con lupa la enrevesada aritmética de los pactos, las rayas rojas o verdes o ámbar de las negociaciones, o el postureo de unos y de otros en esa especie de pasarela pública incesante que es el hemiciclo y sus aledaños. Salga lo que salga de ahí (un gobierno de uno u otro signo, una hoja de ruta con muchos o pocos borrones), será, suponemos o deseamos suponer, algo cercano a la calle, algo con lo que una parte importante de la calle podrá identificarse sin forzar demasiado la argumentación ni alzar la voz, y algo, en definitiva, más próximo a las papeletas, y a los sueños y a las necesidades depositados en ellas por los votantes, que a los altos y lejanos despachos donde, cuando llegan (no siempre lo hacen), esos sueños y necesidades sirven de combustible para las insaciables e injustas calderas de la macro-economía, la macro-corrupción y la macro-inhumanidad de los macro-dirigentes del mundo.

Suena bien un Parlamento con pinta de bar, de universidad, de fábrica, de carrera urbana, de mercado, de parque, de playa, de polígono industrial, de guardería, de restaurante de carretera, de gasolinera, de huerto, de cine de barrio, de estadio de fútbol, de zapatería, de concierto de verano, de biblioteca, de sala de espera, de estación de tren. Un Parlamento que sólo es un Parlamento, como ha sido hasta ahora el nuestro, acaba decepcionando porque cada día de legislatura se aparta un poco más de la calle, que es el lugar del que ha emanado y al que nunca debería traicionar. Un Parlamento que dibuja, como el actual, la geografía de la calle con tanta exactitud (y no sólo en la indumentaria) es difícil que caiga en esa amnesia repentina a la que los políticos profesionales nos tienen tan acostumbrados y que les lleva a irse olvidando paulatinamente del rostro, el aspecto, las dificultades cotidianas y los sentimientos de quienes no tienen otra cosa que lo que acontece en la rúa desde el primer instante en el que se sientan en sus poltronas ergonómicas, aterciopeladas, muy bien remuneradas y ultratecnológicas.

Ya está bien de rasgarse las vestiduras y de agoreros: este Parlamento fraccionado y multicolor es lo mejor, o casi, que le ha pasado a nuestra democracia desde que regresó a nuestros lares después de la gran travesía en el desierto que fue el franquismo. Otro asunto es cómo gestionen los responsables esta bendita diversidad. Pero a poco que impere el sentido común, por fin las palabras de la calle tendrán voz y voto donde de verdad sirve tenerlos.