Cuando en política hablamos de izquierda y derecha simplificamos la realidad y obviamos que el problema clave reside en donde está la raya de separación entre una y otra, lo que depende del contexto sociopolítico en el que hablemos. Por ejemplo, si les preguntamos a los españoles qué piensan de Obama, la mayoría lo situaría como mucho en un centro quizá algo escorado a la izquierda. Sin embargo para una gran mayoría de los republicanos estadounidenses, el presidente Obama es un peligroso izquierdista y casi un comunista. ¿Existe realmente una izquierda en Estados Unidos de conformidad con los parámetros políticos europeos? No, desde luego.

Y esta diferencia con Europa tiene que ver con la historia respectiva. Es más, sostengo que, al margen del problema del contexto sociopolítico, la diferencia entre izquierda y derecha en Europa ha perdido sentido desde el momento en que cayó el muro de Berlín, en tanto en cuanto la derecha se identificaba con el sistema capitalista y la izquierda con el comunismo, prácticamente ya desaparecido con el giro de China.

Porque conviene precisar que si en Europa se ha construido un estado del bienestar después de la II Guerra Mundial, con el empuje de los partidos socialistas y socialdemócratas, ha sido como consecuencia afortunada del conflicto bélico. El avance de la Unión Soviética sobre Europa Occidental en la inmediata posguerra implantando el telón de acero mucho más acá de las fronteras rusas, espantó al capitalismo que temía acabar bajo su férula, gracias al apoyo de movimientos revolucionarios del proletariado europeo. Se organizó entonces, por un lado, el Plan Marshall para ayudar a la pronta recuperación de las economías europeas y crear un cordón de seguridad frente al expansionismo soviético. Por otro, la concesión de amplias ventajas sociales y unas libertades que poco a poco fueron apagando los fuegos revolucionarios que anidaban en los corazones de muchos socialistas y comunistas. El resultado fue el estado del bienestar; su éxito, la envidia del mundo.

Hoy, tras la implosión de la Unión Soviética a finales de 1989 por la propia inviabilidad del comunismo, ha desaparecido la amenaza del cambio de sistema; no existe alternativa al capitalismo. ¿Dónde se sitúa entonces la separación entre izquierda y derecha? Por eso el neoliberalismo está aprovechando la crisis para dar marcha atrás en ese estado del bienestar, crece la desigualdad en el seno de la misma Unión Europea y pierde sentido la clásica dialéctica política. Habrá un mayor o menor peso del sector público en la economía de los países, -¿cuánto estado es izquierda y cuánto derecha?-, pero cuestionar el capitalismo es puro infantilismo.

Además, España forma parte de la Unión Europea a la que hemos hecho cesión, -inevitable, por otro lado, dada nuestra geopolítica y estructura económica-, de elementos claves de la soberanía nacional; por tanto carecemos de capacidad para movernos fuera de ciertos límites so pena de hundirnos en la miseria. ¿Acaso la mochila del billón de euros de deuda pública no pesa nada? Por tanto, aliarse con grupos políticos que se manifiestan anticapitalistas y parecen ignorar las limitaciones que pesan sobre la soberanía nacional, es insensato e irresponsable.

Algo parecido ocurre con el incongruente concepto de «progresismo». En un mundo que avanza inexorablemente hacia una unificación en grandes áreas supranacionales, donde la economía está globalizada hasta extremos de los que no somos plenamente conscientes, pretender «reconstruir» España sobre la base de volver a una estructura política medieval es puro «retrocedismo». Sobre todo, cuando esa aspiración pretende parcelar una soberanía que históricamente tiende a la integración y no a la disgregación.

Y si bajo ese paraguas tramposo del «progresismo» se enmascaran intentos más o menos encubiertos para vulnerar la Constitución y aplicar políticas que -fracasando- han hecho retroceder los países que las han adoptado, pues ya me dirán ustedes.

Con esto no quiero decir que renunciemos a combatir el neoliberalismo y se luche en la defensa de las conquistas sociales recortadas y amenazadas. Pero hay que ser inteligentes y jugar al «gradualismo» sin arriesgar los avances logrados en los últimos años, sobre todo en la confianza internacional, tan sensible en términos financieros.

Como la inmensa mayoría de españoles compartimos que -aparte el desafío independentista- el problema del paro es el más grave, creo que hay que decir seguidamente que los empleos no los puede crear el Gobierno. Esa visión «izquierdista» de la economía hace mucho tiempo que dejó de ser viable. Son las inversiones empresariales las que crean los empleos, y la tarea del gobierno es poner las bases para que se materialicen.

En consecuencia, si los fundamentos «políticos» del denominado «progresismo» quiebran la confianza internacional y asustan a la inversión, no hay que ser muy espabilado para pronosticar un frenazo en la recuperación del empleo y el empeoramiento del estado del bienestar ante la caída de los ingresos públicos. Pues supongo que en los planes «progresistas» no estará emular el desafío griego a Bruselas.

Y por favor. Basta de interpretaciones sesgadas sobre lo que han votado los españoles. Si tan seguro está D. Pedro Sánchez de lo que afirma entonces no tendrá ningún inconveniente en que haya unas nuevas elecciones, para no tener que depender de independentistas y vulneradores de la legalidad. Que ofrezca entonces la formación de un gobierno «de izquierdas» con Podemos y veremos cuántos escaños más pierde.