Dicen los toreros, buena suerte compañeros, y no es tan fácil como decir solamente adiós». Era 1991 y Los Rodríguez lanzaban su primer disco, titulado precisamente así, Buena suerte. Por aquel entonces estaba en La Moncloa Felipe González -le quedaban otros cinco años, además de los 9 que ya llevaba al frente del Gobierno- y José María Aznar sumaba dos fogueándose en el sufrido escaño de jefe de la oposición. Hace pocos días, ambos concedían extensas entrevistas en prensa en las que opinaban sobre la situación derivada de las elecciones del 20-D y advertían, tanto monta monta tanto, sobre los elevadísimos riesgos que, para nuestro sistema democrático, supondría contar con un Gobierno integrado por Podemos, unos «oportunistas» y «leninistas 3.0» que «amenazan las libertades» y un «riesgo político» que díficilmente el país sería capaz de resistir corriendo el riesgo, tras casi 40 años de democracia, de convertirnos, de la noche a la mañana, en Venezuela. Sostienen ambos también que hacen falta reformas urgentes -(¿en serio?)- pero que una cosa es ser «reformistas» como ellos y otra «querer liquidar, no reformar, el marco democrático de convivencia» planteando además «para colmo» y «con disimulo» la autodeterminación para Cataluña.

Y con esto de las canciones y los años, a una se le va la memoria atrás y recuerda cuando ambos fueron, y así se erigieron, grandes rupturistas por necesidad (y gracias) en sus respectivas formaciones políticas liquidando (cada uno en su momento) las viejas estructuras internas heredadas de largas décadas de dictadura. Pero claro, aquellos eran otros tiempos y, sobre todo aunque quede mal decirlo, estaban ellos para conducirlos. No en vano, dice González que en los 80 «sabíamos dónde estábamos y qué queríamos ser» pero que ahora parece «que nos hemos salido de la ruta y no sabemos ni a dónde vamos ni quiénes somos» y que quizás por eso podemos (con perdón) caer en el abismo. Qué cosas. Uno ya no está y la brújula pierde el norte, los ciudadanos adultos que antes le votaban con cordura para que liquidaran los restos del franquismo o el felipismo respectivamente, pierden de repente cualquier referente y deciden destruir lo que entre todos construyeron en una especie de inmolación masiva y capricho infantil.

Y me pregunto ¿qué país tan débil construyeron si ahora consideran que sería incapaz de sostener propuestas diferentes a las suyas? ¿Qué quedó de aquellos intentos de hablar catalán en la intimidad y más allá? De portavoces del miedo está el mundo repleto, desgraciadamente. La cuestión es saber si el mensaje calará en un país que vive los efectos de la crisis todavía en la mesa de cada día; con una población joven votante que no les tiene como referentes de nada porque nacieron o crecieron ya con otros presidentes y en un país donde todos los ciudadanos menores de 40 años (¡40 años!) escucharon Los Rodríguez pero no votaron la Constitución.