Esta semana muchos periódicos han publicado fotos de un barco a la deriva en el golfo de Vizcaya (en concreto al norte del cabo Ortegal) que ha llegado al puerto de Bilbao ayudado por 3 o 7 remolcadores (en esto no coinciden los rotativos que he podido consultar). En ellas al Modern Express, un carguero de 164 metros de eslora que transportaba 3600 toneladas de madera y una decena de máquinas desde Gabón a Le Havre, se le ve tan escorado a babor que parte de ese lateral del barco se encuentra bajo el agua. Sus 22 tripulantes habían sido previamente rescatados por Salvamento Marítimo.

Esos mismos periódicos incluyen varias noticias acerca de nuestros líderes políticos que suelen colocar, de hecho, rodeando la imagen del carguero naufragado como si emanaran de ella. Carles Puigdemont dando el primer paso para redactar y en su momento aprobar tres leyes de secesión de Cataluña. Pedro Sánchez pidiendo con temblorosa voz serena un mes de plazo para negociar posibles acuerdos que faciliten su investidura mientras Susana Díaz y otros dirigentes de su partido le riñen por haberse manchado los pantalones y por jugar al baloncesto con los macarras del barrio. Pablo Iglesias gruñendo por eso y por lo otro (que alguien le dé una tila, por favor) y probándose en secreto trajes o ponchos de vicepresidente. Albert Rivera mirando a derecha e izquierda, en una especie de estrabismo táctico muy peligroso que acabará obligándole a pedir hora en el oftalmólogo, para ver si adivina por dónde se le pueden escapar más votos. Mariano Rajoy fuera de onda e intentando sintonizar emisoras de los años ochenta por si suena un bailable que conozca. Y luego los otros, los que se entretienen a la fuerza organizando carreras de sacos (sacos repletos de pasta, se entiende) por los pasillos de los juzgados llevando en la boca una cuchara con un huevo.

Ese barco naufragado y colocado ahí, en el centro de tantas portadas, tiene que ver con el gran naufragio político, institucional y democrático de nuestro país. Vale más que 100 editoriales. Nuestra sociedad escorada y al borde del hundimiento y quienes tendrían que ser sus tripulantes demorándose en trifulcas por quién debería ser capitán y quién grumete. Sin importar el temporal del que venimos y el que se avecina. Sin atender los indicadores de los aparatos del puente de mando. Sin hacer caso de los consejos de los meteorólogos o de los pescadores viejos, por ejemplo. Sin remordimientos de conciencia por la posibilidad de que muchísimos de quienes les han confiado esa nave estén a punto de ahogarse porque necesitan cambios y decisiones firmes que no terminan de producirse. Sin capacidad para el diálogo constructivo porque viven atados por líneas o maromas rojas (es decir, sin haberse enterado de que el resultado de las urnas les exige ese diálogo constructivo y, por consiguiente, la desaparición de esas líneas o maromas rojas).

Necesitamos más fotos como esa. De vez en cuando las reproducen los periódicos porque son espectaculares, impresionantes, y porque activan metáforas antiguas (ya los griegos de hace varias decenas de siglos reflexionaban sobre la fuerza simbólica de los barcos engullidos por el océano) que siguen circulando en secreto por nuestras células y neuronas. Las necesitamos tanto que, al menos mientras dure esta coyuntura, yo pondría una cada día para que esos políticos tan poco lobos de mar que nos han tocado asuman de una vez su responsabilidad de sacarnos a todos vivos de este tifón que nos acecha.