Parece ser el término de moda. Según sus teóricos y proponentes, se trata de un tipo de economía que gestiona los recursos finitos del planeta de tal forma que generen el mínimo de desechos y dañen lo menos posible el medio ambiente.

Se busca así crear un ciclo continuo de desarrollo que optimiza el uso de los recursos e intenta que los productos y todos sus componentes, ya sean técnicos o biológicos, mantengan su utilidad en todo momento. Pues bien, la Comisión Europea parece quiere apuntarse a ese tipo de economía en el convencimiento de que los recursos del planeta son finitos y que no podemos seguir derrochándolos por más tiempo con el modelo actual de producción. Bruselas ha preparado un catálogo de medidas que incluyen desde objetivos de reciclaje o de reducción del desperdicio de alimentos hasta una nueva regulación del uso de abonos en la agricultura.

Es intención de la Comisión obligar a la industria a que en un plazo de diez años pueda aprovecharse mediante el reciclaje un 55% del plástico, un 60% de la madera y un 75% del papel, los metales y el cristal que hoy acaban directamente en la basura.

En concreto, ya a partir de este año, Bruselas pretende obligar a los fabricantes de pantallas de ordenador o de teléfonos móviles a pensar en cómo facilitar su eventual reciclaje una vez cumplido su ciclo vital.

Al mismo tiempo se quiere que los productos, por ejemplo, los mismos teléfonos móviles sean más resistentes a los golpes y que sean al mismo tiempo más fáciles de reparar en lugar de que haya que sustituirlos. Todo el mundo se lamenta hoy de la poca resistencia de muchos de los productos de uso diario y de la imposibilidad muchas veces de repararlos, entre otras cosas porque resulta más barato comprar uno nuevo, con el consiguiente derroche de los recursos del planeta.

Eso es algo que no se cansan de denunciar, aunque por desgracia muchas veces sin demasiado éxito, las organizaciones dedicadas a la defensa de los consumidores de todo el mundo. Es el fenómeno de la obsolescencia programada, por el que el fabricante planifica el fin de la vida útil de un producto de tal forma que, tras un determinado plazo de tiempo, ése deje de funcionar y se torne inservible.

La Comisión pretende ahora encargar a laboratorios independientes que investiguen ese fenómeno para intentar prohibirlo o al menos limitarlo porque ha llegado a la conclusión de que la «economía circular» no sólo ayudará a la conservación del planeta sino que puede generar nuevas oportunidades de ocupación y por tanto también de riqueza.

Se trata de superar la economía del «usar y tirar» mediante un mejor aprovechamiento de los productos industriales, que incluya la posibilidad de repararlos y facilite el reciclaje al final de una vida útil mucho más larga de la que tienen ahora.

A todo ello debe sumarse el recurso cada vez mayor a las llamadas energías limpias o no contaminantes y el «consumo colaborativo», enormemente facilitado hoy en día gracias a internet.

La pregunta que hay que hacerse, conociendo el funcionamiento de Bruselas, es hasta qué punto muchos de esos buenos propósitos se verán finalmente frustrados por la presión de la gran industria, que cuenta con poderosos lobbies y aliados en la capital de Europa.