El Museo Picasso Málaga alberga temporalmente una exposición que lleva por título Picasso. Registros alemanes. En ella se exhiben más de doscientas obras que permiten formarse una idea de cuáles fueron las principales corrientes artísticas germanas, en el período comprendido entre los años 1905 y 1955, con las que el pintor malagueño mantuvo alguna relación, ya de proximidad ya de elusión.

En 1905 fue fundado, en Dresde, el grupo Die Brücke (El Puente), para el que la estatuaria africana u oceánica constituyó un descubrimiento importante. Las piezas provenientes de las culturas primitivas dejaban de ser curiosidades étnicas para transformarse en enigmáticos objetos de arte. Cincuenta años después de este hallazgo, las obras de los componentes del grupo fueron reunidas en una gran exposición, Documenta, que tuvo lugar en Kassel.

Picasso experimentó algo semejante, en 1907, en el Museo de Etnografía del Trocadero, en París. Durante la visita a una exposición de arte negro, con Guillaume Apollinaire, el pintor se enamoró de aquellas representaciones elementales. Empezó entonces a hacer dibujos con esos mismos contornos, y, después de haber encontrado un ídolo formado por un simple cubo, comenzó a componer personajes con piezas cubistas. Y así, con la apropiación de la fuerza emocional y la magia ritual contenida en aquellas figuras, emprendió el combate contra el academicismo.

Por otra parte, en 1913, Emil Nolde, emulando a Paul Gauguin, se embarcó en una expedición de la Oficina Colonial Alemana rumbo al Pacífico. Atraído por el mito del salvaje primitivo, visitó países exóticos en los que lo primigenio se percibía directa e inmediatamente: «El gran mar fragoroso está aún en su estado primordial, y el viento, el sol y hasta el cielo estrellado todavía son casi como hace cinco mil años».

En 1917, Pablo Picasso visitó Italia. Fue un viaje iniciático, como los de Gauguin, Nolde o los miembros del Brücke. Entrando de nuevo en contacto con el Mediterráneo, a cuya orilla se abrieron por primera vez sus ojos a la luz de la vida, el pintor se vio capturado, en Roma, Nápoles y Pompeya, por el poder numinoso de los dioses de la Antigüedad grecorromana. Ahora eran los mitos de la cuenca del Mediterráneo los que ejercían una irreprimible fascinación en él, al igual que en otro tiempo lo habían seducido las deidades africanas del museo del Trocadero.

Por último, a finales de la década de 1920 y comienzos de la de 1930, las principales revistas surrealistas francesas, como Documents o Minotaure, publicaron ensayos sobre ritos religiosos primitivos y sus correspondientes formas artísticas. Sería, sin embargo, la crucifixión de Jesucristo la que, a causa del impacto anímico producido por la Primera Guerra Mundial, habría de convertirse en perfecto icono de la soledad y el dolor que aquejan al hombre.

El motivo pictórico de la cruz aparece tempranamente en Picasso. Más tarde encontraría una arrebatadora inspiración en las representaciones de la crucifixión de Lucas Cranach o Matthias Grünewald. El fotógrafo y escritor rumano Gyula Halász, más conocido como Brassaï, cuenta en su libro Conversaciones con Picasso, a propósito de la Crucifixión del retablo de Isenheim, obra de Grünewald, que ésta lograba desatar en Picasso «el ímpetu creador», absorbiéndose en ella para arrancarle el secreto de su singularidad y el misterio de su lenguaje. «Con la Crucifixión inauguró un tipo de crítica pictórica que pretende extraer la quintaesencia de una obra».

En fin, aquellos jóvenes subversivos de la primera mitad del siglo XX, que, en Alemania, se rebelaron contra todas las emanaciones de la sociedad decimonónica, hallaron una fuente de inspiración, para expresar su rotunda disconformidad, en formas artísticas de pueblos primitivos. También Picasso. Y aunque para él «cada acto de creación es ante todo un acto de destrucción», encontró en los veneros de la religión, la imaginería ritual, la mitología grecorromana y la iconografía cristiana, el substrato sempiterno que proyecta reflejos de infinito en las obras de los artistas.