La coma ha muerto. Fue precedida en la senda de la aniquilación por otros signos, como los de apertura de admiración e interrogación, el punto y coma o los dos puntos. En realidad, quizás sea algo prematuro certificar su extinción total, pues algunos lectores contumaces todavía informan de avistamientos en la espesura de los textos académicos más farragosos; pero para el ciudadano medio la presencia de una coma en el cuerpo de un e-mail resulta exótica y fuera de lugar.

Recapitule, amigo lector. ¿Cuándo fue la última vez que recibió un correo con aquella fórmula hoy en desuso?: «Hola, amigo:». La visión de tal encabezamiento resulta hoy tan chocante como la entrada en la habitación de un caballero medieval con toda su panoplia. También la distribución precisa de signos en el resto del texto. Pero ¡ay! Cómo se añora ese golpe de timbal a la mitad del párrafo, modulando la entonación del habla del invisible interlocutor, y disipando posibles equívocos en la interpretación del mensaje entrante.

Seguro que hay un término medio entre el envaramiento excesivo y el magma gelatinoso e informe en que hemos convertido nuestras comunicaciones escritas. Pero el virus se expande con rapidez, y cada día que pasa un amigo más -hasta ese momento impecable en sus escritos formales e informales, y más cultivado y capaz que uno mismo- sucumbe al «Hola Luis!».

Entonces surge la duda, ¿existe un antídoto? ¿Seré yo el siguiente en caer? Seamos prácticos: allá en el mundo exterior pululan oraciones condicionales y subordinadas y demás fauna montaraz pendiente de ser domesticada. Rescatemos la coma, salvemos la musicalidad del lenguaje escrito.