La fotografía no ama. Sólo desnuda la naturaleza de las cosas y enmarca el insomnio de una imagen. Ese es su poder y su magia. La capacidad para crear un instante en suspenso, como un vértigo expectante y atónito, un naufragio a punto de suceder en el corazón de su historia. En color o en blanco y negro. Atmósfera en todo caso dentro de la mirada del fotógrafo y de la de los que miran desde fuera la escena que él ha traducido. Yo veo, tú ves, ellos nos observan. Igual que las criaturas de la Celda de emociones de Erwin Olaf expuestas en las paredes del Centro de Arte Contemporáneo de Málaga donde parecen ventanas de Vermeer, abiertas al interior doméstico en el que mora el hiperrealismo de modernos espectros de una fantasía de David Lynch retratados de frente, de espaldas, de perfil ausente y silencio efigie. En ninguna de estas fotografías, entre el fotograma que contiene toda una película -como dice en el catálogo Alberto Ruiz de Samaniego- y el frío bodegón de la tensión de un instante, nadie sonríe. Sus mujeres son estáticas luciérnagas sin luz, bellezas prêt-à-porter de una vida confortable de los años 50, hieráticas dentro de la perfección ambiental de una felicidad deshabitada. A Irene se le derrama la lágrima fría de una pupila verde. Victoria es una inquietante autómata cuya mirada nos recuerda las criaturas Haneke de La Cinta Blanca. Bárbara sostiene el gélido erotismo de una media desmayada entre las manos. Margaret se pellizca el silencio de los labios pensativos con el casto carmín cabizbajo. Todas son mujeres incomunicadas a punto de desvanecerse. Sólo las flores que adornan las esquinas de los espacios burgueses están vivas y son reales.

Observo cómo la gente se asoma a estos cuadros fotográficos para descubrir los márgenes en los que prosigue la historia o se resuelve su desenlace. Creo que ese es el éxito de las exposiciones de fotografía. Como esta del CAC Málaga, como la que el Museo Picasso Málaga expuso sobre Dennis Hopper o la dedicada por el Pompidou a las modernas fotógrafas como Germaine Krull o Marianne Breslauer; como las que organiza la Escuela Apertura o Ignacio del Río en este museístico parque temático del sur. Lo mismo que la recién estrenada de García-Alix sobre horizontes falsos en La Principal de Tabacalera en Madrid. La cultura es una experiencia personal. Su lectura escapa siempre a la tergiversación de las manipulaciones, al discurso de las ideologías, a las codificaciones de un conocimiento técnico que, en el caso de la pintura o de la música, es más riguroso y simboliza para la comprensión la dificultad de un embudo. La fotografía está siempre dispuesta para ser leída libremente, sin limitar sus posibilidades interpretativas. Cada mirada elige el signo, la huella, la reorganización semántica de su significado visual y su relato. No es extraño que una misma persona disfrute de los poemas visuales de Chema Madoz y los disparos de luz de Benoit Courti que de los descarnados retratos sociales de Lee Jeffries o de las pinturas clásicas en la rutina cotidiana de Alexey Kondakov.

La gente se identifica más con el lenguaje fotográfico que con el plástico. El diálogo es menos impaciente, indagatorio y exigente. Resulta más cercano y reconocible. Es evidente en el tiempo que cada espectador se detiene delante de cada tramo de esta espléndida exposición abierta en el CAC Málaga hasta mayo. Sus visitantes se ven más dentro de esas vitrinas que muestran pasiones, tristezas intimidades solitarias, derrotas, extrañamientos. Imágenes en las que reconocer la domesticada naturaleza humana que esconde en su envés un secreto, un escalofrío, una vida marcada.

Lo mismo que en la serie donde Erwin Olaf recrea el choque entre la melancolía de sus personajes y el drama sugerido por el entorno que los aprisiona, con el tiempo flotando en el vacío. La edad blanca de la soledad junto al teléfono que no llama, la insoportable levedad del ama de casa, la estudiante rebelde que gesta su futuro, el profesor al que no le salen las matemáticas de su vida, el amor del primer desencuentro, la presentida derrota magullada de los sueños en un combate acotado. Más criaturas petrificadas, penitentes, esperando qué importa si no se sabe. Ninguna ha improvisado su inocencia ni su drama. No son seres anónimos, aquí carne, aquí metáfora, a los que el fotógrafo les ha robado su realidad. Son actores y actrices seleccionados para convertirse en peces de un acuario fotográfico a los que el artista escruta desde el otro lado del cristal, mientras en la penumbra de fondo suenan crooner Tom Waits o Amy Winehouse. Sólo una música rota puede ponerle poesía a su desesperanza áspera e impenetrable.

Me fascina la mirada etnográfica de este artista holandés formado por la contracultura, el Pop Art, el expresionismo alemán, el fotoperiodismo, la publicidad y el cine. Se le nota su enfoque sociológico a la hora de leer el mundo a través de sus sujetos y su cultura. Se le nota su perturbador deseo de diseccionar y seducir. El pasado, el futuro. El presente a unos segundos de quebrarse. Su forma de ver, crear y prestidigitar haikus del silencio y la infelicidad que escenifican la sensación de haberse equivocado. Las relaciones entre los vacíos y la supervivencia, el hermetismo frente a la amenaza. La conmovedora belleza de lo hostil y de lo falso. Íconos de Norteamérica y Alemania. Cada una tiene sus celdas emocionales.

No hay época, actitud ni emoción a la que resulte imposible practicarle la autopsia de su alma. A Olaf le satisface explorar con su trabajo lo qué esconde cada máscara. Sabemos todos que cada cual lleva dentro su fantasma, su penitencia, su fragilidad. Lo muestra perfectamente con el miedo, el castigo, la vergüenza, el pudor, la reflexión de la serie Keyhole. Aunque la más discursiva es la que recuerda el control y la represión de los impulsos de Foucault, su visibilidad de la trampa, y el poder disciplinado. Es inevitable frente a sus escenas teatralizadas en retrato no pensar en el nazismo, en las muñecas rotas del cabaret vencido y su metamorfosis en Lolitas de la publicidad. Una serie, Berlín Stadtbad Neukölln, cuya fotografía más hermosa es la del arlequín cartero del trampolín en jaque diagonal a un ángel de espaldas, con alas de acero para ascender del agua que fue su espejo.

Yo hubiese colocado a la salida de la exposición la del tipo que sube unas escaleras en sombras en dirección a la luz del Olympia Stadion, con una cámara en la mano. Imaginé que era Erwin Olaf alejándose del infierno con el que nos muestra el alma, de la civilización y del hombre.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com