El ocho de febrero se cumplieron 188 años de su nacimiento. Aquel malagueño, Cánovas, que no dejó nunca de serlo, abandonó su ciudad cuando tenía 17 años, «como los más de los jóvenes de provincias las suelen abandonar, desengañados de alcanzar alguna fortuna entre sus compatriotas, perseguidos por la ordinaria verdad del adagio de que nadie es profeta en su tierra...».

Cuando escribió estos argumentos en El Solitario y su tiempo, se refería a su tío Serafín, que había buscado en Madrid «un espacio más ancho, mejor atmósfera literaria». Pero no cabe duda que, al escribirlos, siendo ya maduro, recordaría a aquel joven ambicioso, que ya había probado las mieles de ver su producción literaria en las páginas de La Joven Málaga, el periódico joco-serio de literatura que él fundara, y buscaría otros aires, saltando los muros de su ciudad, entonces pequeña para él. Quería dar salida a sus ilusiones y aspiraciones y anhelaba encontrar dónde dar rienda suelta a su vocación literaria. A esa edad, Cánovas, joven inquieto y rebelde, arriesgaba sin miedo, confiado en sí mismo, dejando de lado el conformismo, aplicándose a sí mismo la medicina que recomendara a la juventud malagueña, «abandonando su estúpido letargo», y se lanzaría a la aventura de Madrid, donde podría cumplir sus deseos y satisfacer la ilusión de su vida: escribir en los grandes periódicos, ver publicadas sus poesías y sus artículos literarios en otros periódicos nacionales, con mayor número de lectores.

En una suerte de pirueta biográfica imaginaria, podríamos ver a un Cánovas instalado en su ciudad, acomodaticio, conformista con la realidad que le había tocado vivir, sumido en la obligación de hacer de padre de familia, huérfano muy joven, trabajando de maestro en el Colegio de San Telmo, quizá en la dirección como su padre. Él mismo ocupo puesto de maestro auxiliar a los 15 años para ayudar a la familia. A lo más, hubiera llegado a escribir en alguno de los periódicos de la época, la revista literaria El Guadalhorce, siempre en medios provincianos, de cortas alturas. Quizá se hubiera hecho cofrade por aquello de su religiosidad, aunque «no capillita», y hasta llegaría a ponerse el gran escapulario con el que cubren su pecho los hermanos mayores. Pero difícilmente hubiera podido ser diputado nacional, incluso alcalde, a lo sumo concejal, pues no pertenecía a la clase dominante en la política. Y hasta posible fuese haber tenido por esposa a Dolorcitas, la del Molino, a quien «apreciaba extraordinariamente». Un hombre más entre los ilustrados del lugar, frustrado, amargado, resignado por no haber tenido la osadía de levantar el vuelo y salir de la «patria chica».

La aventura de Madrid trasformó la vida de nuestro personaje. Tuvo el coraje de ir a la universidad a formarse a otros niveles, a estudiar leyes y humanidades al amparo, eso sí, del tío Serafín, y en pocos años conquistar la capital del Reino. Con 19 años ya publicaba sus poemas en El Semanario Pintoresco Español y a los 20 firmaba como redactor en La Patria, y un mes antes de cumplir los 22 ya era director del mismo, órgano del partido unionista. En Madrid pudo realizar sus ilusiones en tres dimensiones: el periodismo su afición, la historia su vocación y la política su gran pasión.

Cánovas , con sus luces y sus sombras, hoy merece un recuerdo entre los malagueños, sobre todo de aquellos que tanto dicen admirar a los más ilustres del paisanaje. Si hoy pudiera pasar por la calle Nuño Gómez no reconocería la casa en ruinas donde nació. Y se encontraría con tantas promesas incumplidas, sobre todo de aquellos que se dicen ser ideológicamente de los suyos. Lleno de vergüenza, huiría de la ciudad que tanto añoraba, a la que dedicó estos sentidos versos, dirigidos a la señorita Josefa Cámara y Livermore:

Si vas, hermosa, a la ciudad querida

Que en jazmín y azahar labró tu cuna,

Dila que paso en lamentar la vida

Que de ella me separe la fortuna.