En su libro La civilización del espectáculo, el escritor Mario Vargas Llosa formula la siguiente pregunta: ¿Hacia dónde estaban mirando los intelectuales de la segunda mitad del siglo XX cuando daban ya por exhausto el acuífero de la religión en la vida de las personas y de los pueblos? En efecto, mientras se lanzaban proclamas sobre la muerte de Dios, el crepúsculo de las grandes instituciones históricas sacras y el debilitamiento de las prácticas religiosas, y se excogitaban propuestas insólitas sobre cuanto constituye el existir humano, permanecían operativas fuerzas que, llegado el momento, emergerían impetuosas en diversos puntos del planeta.

Así, por ejemplo, la eclosión del islamismo en el Norte de África y en el Próximo y Medio Oriente, la multiplicación hasta el infinito de pequeños y variados grupos religiosos en América, la pervivencia indesmayable de la religión tradicional en el África subsahariana, la inquebrantable resistencia del budismo y del hinduismo frente a los programas de erradicación en Asia, el resurgimiento del cristianismo tras la demolición del comunismo de Estado en Rusia o el activismo político de las bases sociales del catolicismo en todos los continentes ante la promulgación de leyes que contravienen la doctrina de la Iglesia sobre la presencia de ésta en el mundo, la naturaleza de la familia, la transmisión de la vida o el derecho a la educación en conformidad con las enseñanzas del Magisterio eclesiástico.

La pujanza con la que la fe religiosa se ha manifestado en las últimas décadas la ha colocado en primera línea de observación social. No es un epifenómeno, sino una realidad primordial en la vida pública, ante la que aquélla se muestra irreductible y determinante.

Los intentos por acallar el rumor incesante e inextinguible de la vivencia religiosa, que ningún poder humano logrará jamás constreñir al silencio, han contribuido en buena medida a sostener el discurso sobre Dios. Incluso hasta la náusea: «Los ateos me aburren, siempre están hablando de Dios», responde Schnier a Kinkel en la novela Opiniones de un payaso, del alemán Heinrich Böll.

Y es que se ha llegado a construir, desde la negación, todo un sistema teológico, con una dogmática que supera en los artículos de su credo a los de cualquier confesión religiosa; una a-teología en la que la a privativa advierte de que nos hallamos ante una modalidad de pensamiento que trata de discurrir por la senda de la apófasis, aunque desprovista ésta de la unción amorosa de otras teologías -como es el caso de la mística- que transitan igualmente por la via negationis en su itinerario de acercamiento al Misterio de Dios.

La atracción que el Ser de Dios ejerce sobre el hombre es de un magnetismo irresistible. Es una llamada que provoca un deseo, un anhelo, una moción afectiva, vehemente, desasosegante. Como la inquietud que compele a las aves a volar, a salir, a migrar. Zugunruhe la denominan los etólogos: agitación, ansiedad, desazón por alzar el vuelo y dirigirse hacia un destino ignoto que las reclama internamente.

*Jorge J. Fernández Sangrador es consultor del Pontificio Consejo de la Cultura