Todos los viernes compro El Cultural, suplemento del diario El Mundo, y leo a Luis María Ansón. Uno puede estar en sus antípodas ideológicas, pero sin duda Ansón es una figura de referencia, un hombre muy inteligente que escribe muy bien y dice cosas certeras. De esta manera supe con más datos la triste conmemoración que nos aguarda del Cuarto Aniversario de la muerte de Cervantes, efeméride que coincide además con la de Shakespeare, haciendo inevitables las comparaciones odiosas. Esa pérfida Albión, siempre al acecho.

El Gobierno de España no cuenta con presupuesto para la organización de casi nada, y la desidia habitual ha hecho que escaseen los patrocinios, si es que existe alguno. Como afirma tajante el crítico literario Ignacio Echevarría en el mismo suplemento, sin duda el mejor homenaje al autor de El Quijote sea leerlo y releerlo, empezando por sus obras menos conocidas, de las que contamos con estupendas ediciones a cargo de la Real Academia Española de la Lengua. Pero de ahí al ninguneo y a la cicatería oficial hay todo un abismo que debe apenar a todos los amantes de la Cultura, con mayúscula, y a la ciudadanía curiosa y leída en general.

La conmemoración del fallecimiento de Cervantes se ha convertido, entonces, en una suerte de año en blanco, al estilo de la malagueña Noche sin blanca, esa madrugada apoteósica entregada al consumo cultural apelotonado y gratis total, para disfrute de los amantes de las muchedumbres y propietarios de terrazas, dispuestos a hacer de cada fin de semana un agosto completo. Hay que agradecer la voluntad y el arrojo de quienes hacen posible una noche cultural en Málaga o donde sea, pero que los propios organizadores de las actividades tengan que sufragar los gastos de su bolsillo suena a poco respeto por la creatividad, la profesionalidad y el emprendimiento bien entendido. Una tendencia peligrosa que se agiganta cada año.

La poca valoración del universo creativo se impone a medida que aumenta la apatía social y colectiva. En 2013 se editó en España un libro interesante, Parásitos, de Robert Levine, que denunciaba «cómo los oportunistas digitales están destruyendo el negocio de la cultura». Lo importante ya no es el creador, sino las plataformas, los intermediarios, los que comercian con el esfuerzo y el trabajo de los demás sin pararse a pensar en las consecuencias de esa constante desvalorización de los derechos de autor, que existen y deberían seguir existiendo por el bien de nuestras propias libertades.

En marzo llegará a España un nuevo libro sobre este tema, que esta vez se titulará Gorrones. Su autor, Chris Ruen, alerta sobre «cómo nuestra insaciable apetito por los contenidos gratis está matando la creatividad por inanición». Para qué escribir, pensar o imaginar si el mercado no lo valora. Hace unos años el 40% de los autores británicos (según las estadísticas económicas) podían vivir de lo que escribían. Hoy en día ese porcentaje apenas supera el 11%. Está claro que no todo el mundo puede vivir de su talento, pero también debería estar claro que es injusto que unos pocos vivan tremendamente bien explotando el talento de los demás.

No hay dinero para Cervantes, no hay dinero para la Cultura. No hay fondos públicos en plena digestión de tantos festejos, de dispendiosas promociones regionales en la Quinta Avenida de Nueva York, como nos contó Antonio Muñoz Molina. Pero tampoco dinero privado, de los espectadores, siempre mejor gastado en una cerveza, unos pinchitos o una ración de ensaladilla rusa. Cualquier día vamos a ir a comprar los Entremeses de Cervantes y nos van a largar un plato de jamón y queso. Y sin cubiertos. Tiempo al tiempo.