Leer la triste y derrotada carta del profesor y periodista argentino Leonardo Haberkorn sobre la inerte actitud de su alumnado me ha llevado a recordar la conversación que mantuve no hace mucho con un buen amigo. Entre espumas de capuchino me ilustró sobre Psicopolítica, el libro del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, y pronto concluí que ambos autores coinciden en algo que lleva tiempo nutriendo mi intranquilidad, la hastiada obsolescencia personal que producen las nuevas técnicas de dominación y control de la sociedad.

La incultura, la comodidad y la rapidez han colonizado el método convirtiendo el conocimiento en un aprendizaje pasajero que despierta un interés efímero por la actualidad sin darnos herramientas para poner en tela de juicio la razón de ser de una idea o la causa de un acontecimiento. Hoy en día casi todo el saber llega a través de la red social, ergo quien controla el medio domina la corriente de opinión y, como no se puede desear lo que no se conoce, si se desvía convenientemente la atención hacia lo superfluo se consigue que la verdad no sea más que una sombra tan insustancial y lejana que, iluminarla, requiere de un tiempo que no estamos dispuestos a perder o un ejercicio de crítica que ya ni nos acordamos de plantear.

A unos pocos les conviene que el individuo no corte el cordón umbilical con su pantalla y con ello tome conciencia de sociedad a través de una sincera y enriquecedora interacción con el conjunto, no vaya a ser que descubra que su placentario bienestar no es más que un bombardeo sistemático de estímulos neutrales, un perro de Pavlov que ladra convencido de ser libre pero que en realidad vive insaciablemente excitado por una falsa idea de felicidad, el espejismo de un sistema de fugaces recompensas. Todo esto nos convierte en seres que ni se plantean mover un dedo por conocer una realidad distinta a la que reciben ya procesada, triturada y masticada por otros, como en la hipnopedia descrita en 1932 por Aldous Huxley en su obra Un mundo feliz.

Tres años antes, en 1929, José Ortega y Gasset ya nos advirtió del peligro de convertirnos en hombre-masa, personas autorreferenciales que lejos de ansiar la autenticidad y el perfeccionamiento se contentan con pertenecer a una mayoría vulgar, ordinaria. Y así nos va, durmiendo aliviados por haber pasado otra jornada sin destacar, sin acercarnos a ser quien se espera que lleguemos a ser, obviando nuestros dones en otro pasivo día desperdiciando talentos en contra de la naturaleza humana para desesperación de la propia evolución y gozo de las oportunidades perdidas. Ya lo dijo Pablo Neruda en su inolvidable No culpes a nadie; a pesar de la dificultad es responsabilidad del hombre edificarse, y no culpes a nadie de la situación, sólo tú eres el resultado de tus actos.

Lo que más me preocupa de esta epidemia silenciosa son aquellas personas que no son conscientes del adoctrinamiento imperante, otras en cambio sí lo son y prefieren perder parte de su voluntad en pos de una extraña filia a la pertenencia gremial y su estupidez reinante. Por lo menos estos últimos lo saben y mantienen un voluntario y decoroso enraizamiento con sus principios. Algo es algo. Pero no me malinterpreten, no se trata de dar la espalda a la tecnología ni al tiempo en que vivimos, lo que debemos hacer es algo tan simple y tan antiguo como aprender para no repetir, ¿O acaso piensan que somos más gloriosos que Grecia, Roma, Egipto o Persia? Cayeron una tras otra al olvidar que la decadencia del todo empieza por la desidia de uno.

En definitiva pretenden que seamos como ratones en un laberinto, hipnotizados por atrayentes neones y sibilinos cantos de sirena. La duda es qué haremos al respecto querido lector, ¿Deambular embobados sin cuestionarnos la existencia de otra realidad o pararnos a pensar, quitarnos la venda y recordar que antes usted y yo teníamos la capacidad de ser únicos entre iguales?

Miren a su alrededor y díganme si están orgullosos del futuro que estamos construyendo. Ahora apliquen esto que les digo al arte, la moda, la política, la educación, la televisión, la familia o la economía, y si les gusta el paisaje ¡enhorabuena!, pero en ese caso no cuenten conmigo. Seré un iluso por invocar a Ortega y a Neruda, o por creer que hemos sido llamados a un fin sublime, pero me niego a aceptar que la mediocre mano que mece la cuna maneje también mis hilos. Nunca es tarde para cultivarse, para ser hombres, para ser libres, pues como afirmó Sir Francis Bacon, la soberanía del ser humano está oculta en la dimensión de su conocimiento.

Recuperémosla, es nuestra.