Ciertos empresarios de la hostelería afirman que «el Centro de Málaga es patrimonio de todos, no lo destruyamos ahora», y yo no puedo estar más de acuerdo con semejante afirmación. Sí, muy de acuerdo, siento el Centro como un patrimonio propio, tanto como las playas de Pedregalejo, el monte Gibralfaro o Ciudad Jardín, y entenderé que un malagueño de una barriada alejada de la mía sienta mi calle como propia: la ciudad es de todos sus ciudadanos. Pero creo que, llegados a este punto de acuerdo, aflora una importante diferencia cultural, un rasgo distintivo de nuestra mentalidad meridional. Cuando alguien de otras latitudes más civilizadas exclama que algo es de todos, manifiesta por lo general un respeto reverencial a la propiedad comunal y defiende su uso como patrimonio público que es. Cuando por estos pagos alguien dice que algo es de todos, suele dejar entrever que considera que ese algo no tiene propietario y que puede hacer en él lo que le plazca.

No soy vecino del Centro pero lo siento como propio. Pero he comenzado a notarme en territorio hostil en determinados lugares de ese Centro, por los cuales evito transitar a menos que sea inevitable. Y si esto me pasa a mí, me pregunto por las sensaciones de quienes verdaderamente habitan entre Carretería y la Alameda Principal. ¿Qué es la ciudad, qué el espacio público? ¿Es el lugar donde habitamos y el escenario en el que nos encontramos con los demás? ¿O la ciudad es un centro comercial y la calle una tubería de desagüe por la que se transita en línea recta sin detenerse, entre barreras de plástico, mesas y carteles? ¿Las fachadas históricas constituyen un patrimonio visual o podemos bloquear su contemplación con toldos, sombrillas y estructuras más o menos permanentes? Otro día hablamos del derecho al silencio. La ciudad no es de unos pocos.