Después de que sus amos les hubieran extirpado el don divino de la sexualidad y el deseo, les privaran del placer de la caza de la pulga, les impidieran todo contacto con la naturaleza -embutidos en abrigos, gorritos y hasta calzas- les cortaran, en medio del asfalto, todo contacto primario con la tierra, hicieran inútil su primer sentido, el del olfato, en un mundo sin olores, les disolvieran la grasa de la piel con detergentes químicos, les impidieran buscar alimentos a su gusto, dándoles en la escudilla un engrudo programado por la industria, y los alejarán incluso, a tirones, de la búsqueda de rastros, aquellos dos perritos estaban ya tan humanizados que, cuando uno preguntó al otro qué le parecía la supresión de corridas de toros y la prohibición de circos con fieras, respondió que ellos eran unos privilegiados, y le parecía guau, pero que muy guau, el final de la tortura animal.