Durante la persistente crisis que ha seguido a los felices años de inicio de siglo, la Iglesia católica ha ejercido de colosal soporte social. Ha predicado y ha dado trigo. Y ello sin aplauso alguno, o debiendo incluso padecer repetidas faltas de respeto de cariz delictivo o periódicas agresiones violentas sin ton ni son. Como en toda comunidad, pueden existir excepciones, pero quien sostenga que la Iglesia en España no ha arrimado el hombro en los momentos más duros a cambio de nada, como lo sigue haciendo, falta a la verdad.

Los comedores sociales, las ayudas humanitarias, el acogimiento a refugiados, las labores educativas, infantiles, juveniles, de cuidado de ancianos o de enfermos, Cáritas, Manos Unidas... Todas estas iniciativas eclesiales y otras muchas han contribuido en grado elevadísimo a que millares de familias hayan podido sobrevivir a momentos tan delicados y tan prolongados. Ahí están las estadísticas para corroborarlo. Y ahí están los ojos para contemplarlo.

Sorprende, sin embargo, que este hecho, tan notorio, no se subraye como es debido. Antes al contrario, silenciándolo, ha dado alas a programas que pretenden la completa desaparición de la Iglesia de cualquier ámbito, so pretexto de un laicismo que no se compadece además con la vigente Constitución, que no habla en ningún lado de eso, sino de todo lo contrario: de que se generen las condiciones para que se pueda practicar un determinado culto o no, teniendo en cuenta que la creencia mayoritaria de los españoles es la católica. No me quiero imaginar qué sucedería si lo que debe soportar la Iglesia se trasladara a otra religión o a cualquier otro colectivo.

Quién sabe lo que habríamos padecido de no haber contado con la impagable ayuda de esa legión de religiosos, sacerdotes, voluntarios y personas bienaventuradas y generosas. Con discreción, huyendo del foco, sin mayor retorno que el espiritual, han desarrollado y desempeñan una función vital con quienes más lo necesitan, sin postureo alguno y soportando el desprecio o desdén de una sociedad cada vez más despistada en lo esencial y lo accesorio, hasta la infame violencia física o verbal. Seguramente por complejo, por el contexto laicista que nos invade o por no meterse en líos, también buena parte de los propios cristianos evitan hoy comentarios de defensa a lo que su Iglesia hace a diario por el prójimo, sea del credo que sea, como si es de ninguno.

Cuando se escriba la historia de esta grave depresión económica, cuando podamos liberarnos por fin de tanto lenguaje políticamente correcto e injusto, a buen seguro que la Iglesia tendrá reservado el lugar que le corresponde. Parafraseando al evangelista, por sus obras los hemos conocido.

*Javier Junceda es decano Facultad de Derecho.

UIC Barcelona. Abogado