Mientras varias naciones hacen cola para ingresar en la Unión Europea y alguna trata de impedir que la echen de ella, los británicos arden en ganas de largarse. Tanto es así que estos días ha sido necesario darle rancho aparte al paciente inglés para ver si vota a favor de seguir dentro de la UE en el referéndum del próximo mes de junio. Parece que van a hacernos el favor de seguir siendo nuestros socios, aunque con los ingleses ya se sabe que nunca se sabe.

Su primer ministro, David Cameron, contiene a duras penas a su parroquia deseosa de liar el petate, tras negociar un trato de privilegio que no se concede a ningún otro país. Pero en esto se conoce, precisamente, que las islas británicas no son un país cualquiera.

Gente de bombín y sombreros imposibles como los de Ascot, los ingleses conducen por la izquierda, juegan al enigmático cricket, pesan y pagan en libras, aman a los animales tanto o más que a los bípedos, tienen una Iglesia autóctona y pueden ser a la vez gentlemen y hooligans.

Les costó incluso aceptar -y no del todo- el sistema métrico decimal, cuya implantación en el Reino Unido provocó algún que otro suicidio entre los británicos de pata negra que se sentían incapaces de sobrevivir a la pérdida de sus tradiciones.

Europa es para ellos un mal menor, que en el mejor de los casos aceptan por la misma razón que se pliegan a los dictados de la ley de la gravitación universal. A cambio, no paran de exigir compensaciones. Margaret Thatcher, por ejemplo, les arrancó a sus socios del continente un «cheque británico» de descuento para compensar lo mal a gusto que los ingleses se sienten por su pertenencia a un club -el de la UE- que es capaz de admitir a gente tan rara como ellos.

El también conservador Cameron acaba de obtener ahora otras prerrogativas tales que la negativa a pagar ciertos subsidios a inmigrantes o la de echar el freno a la entrada de nuevos trabajadores foráneos cuando considere que ya tiene bastantes. Las dos partes han aceptado de buen grado el acuerdo -a todas luces discriminatorio- bajo el principio de que una salida de Gran Bretaña no beneficiaría a la UE; pero tampoco a los británicos. Como en el viejo chiste del dentista, el paciente inglés y su médico europeo han convenido que no vale la pena hacerse daño el uno al otro.

De acuerdo con la peculiar visión británica, no es Inglaterra la que se aísla del proyecto común europeo, como ingenuamente suele creerse a este lado del Canal. Más bien sería el continente ahora liderado por Alemania el que se aísla de Gran Bretaña, según sucede habitualmente cada vez que alguna tormenta -ya sea de orden meteorológico, ya financiero- incomunica a las dos partes.

«Inglaterra me hizo así», título Graham Greene una de sus menos conocidas novelas. Los ha hecho pintorescos, excéntricos, con mentalidad isleña y a la vez universal. Han exportado al mundo los Beatles, los Stones, las aventuras de James Bond y, por supuesto, una monarquía de cinco estrellas que ingresa royalties en el Tesoro Público a cuenta de sus bodas y bautizos.

Son, por así decirlo, una excepción en Europa: y no queda sino darles el trato condescendiente que se dispensa al vecino un poco chinche, pero en el fondo buen tipo, que vive en el piso de arriba. Salvo que esta vez decida mudarse de la casa común en el referéndum del próximo junio, claro está.