El Gobierno de Italia fue noticia la semana pasada por una decisión singular: la limitación del acceso turístico a la zona de Cinque Terre, patrimonio de la humanidad, que en verano es invadida por casi tres millones de turistas que ponen en peligro su equilibrio natural y también su propia supervivencia cultural. Este matiz me parece muy relevante, en la era de los viajes low cost y las plataformas de viviendas vacacionales y sus colonizadores efectos secundarios.

En los años ochenta ya se hablaba de la necesidad de redefinir los modelos turísticos. En la Costa del Sol se planteó la idea de ir sustituyendo el turismo de masas propio de los setenta por un «turismo de alcance» que atrajera a menos visitantes pero de mayor poder adquisitivo. Cuando se produce una avalancha humana se crea empleo y se invierte y se recaudan impuestos, pero sufren las infraestructuras, la convivencia y el modelo territorial. La Costa del Sol fue un invento americano financiado con dinero alemán —busquen en internet referencias al estudio realizado por el prestigioso urbanista de origen griego Doxiadis en los primeros años 60— pero los próceres franquistas, nacionales y locales, al ver el filón de oro abandonaron la racionalidad para obtener el máximo beneficio en el menor tiempo posible. De aquellos polvos del desarrollismo vienen estos lodos contemporáneos.

Por otra parte, la idea de «capacidad de carga» aplicada a un destino turístico tuvo su interés, asimismo, en la Barcelona postolímpica. Los fines de semana de mayor afluencia la Sagrada Familia se convertía en un templo impenetrable, en el sentido menos espiritual y más literal de la palabra. En alguna ocasión llegó a desafiar el enunciado del Principio de Arquímedes. Luego llegó el pinchazo y las pancartas de bienvenida a los turistas sustituyeron al debate sosegado que apenas había comenzado su andadura.

La iniciativa de Cinque Terre de limitar el turismo sorprende por su valentía y su sensatez. La idea es utilizar las nuevas tecnologías en las carreteras de acceso para evitar colapsos, y permitir que se saquen entradas con antelación para gestionar los flujos de visitas. Lo mismo que se hace en Disneylandia, por ejemplo, pero aplicado a un espacio público preocupado por su sostenibilidad. La implantación de un precio disuasorio puede ser poco equitativo: de la «tasa de congestión» del centro de Londres, diseñada para reducir el tráfico y los atascos, aprendimos que no es lo mismo pagar 12 libras para un trabajador con su utilitario que para un alto ejecutivo financiero o un millonario de origen indefinido con su vehículo de alta gama. Pero en el caso del turismo no parece tan mala idea limitar la entrada vía precio. Un clásico de política económica con un objetivo bien definido.

Que el turismo es un gran invento nadie lo discute a estas alturas. Que sea una industria limpia o que sea neutral es menos evidente. Hay un interesante debate internacional sobre los efectos colaterales del turismo en los países menos desarrollados, pero ese es otro tema. Lo más llamativo de Cinque Terre es que se haga mención a la «supervivencia cultural». Los destinos de más éxito deben trabajar para conservar su propia identidad, que es lo que les hace atractivos, por únicos e irrepetibles. Una ciudad -o cualquier territorio- que anteponga las estadísticas de visitantes (o de ingresos o de empleos creados) al respeto a su cultura tradicional es una ciudad -o un territorio- dispuesto a convertirse en un parque temático, un espacio artificial, de cartón piedra, falso y por lo tanto sin interés. No hay que perder de vista lo que ocurra en Cinque Terre el próximo verano. Puede ser más útil de lo que ahora imaginamos.