Releyendo mis últimos artículos reconozco que llevo semanas un tanto pesimista y cabreado, como poseído por los espíritus de Antonio Burgos y Pérez-Reverte, así que hoy cambio el rumbo contándoles una historia con moraleja que viví ayer.

Andaba yo haciendo tiempo para pelarme (si, aún me pelo) cuando en mi vigésima vuelta a la misma acera paró un autobús escolar del que se bajaron varios niños. De inmediato la calle se lleno de gritos y risas. Como si fuera una coreografía se formó un corro en torno a dos chicos, uno bastante chulesco y amenazador que empujaba, y el otro más retraído y avergonzado que recibía. El matón quinceañero se hacía animar por su entregado público, en cambio el pobre friki de las gafas se estaba llevando la del pulpo y no hacía nada por evitarlo. Justo cuando un adulto iba a tomar cartas en el asunto apareció una renacuaja que no tendría más de siete años y de un salto se subió a la espalda del abusón como una auténtica koala enloquecida. Allí estaba la diminuta justiciera repartiendo leña con sus manitas, mochila de Hello Kitty en ristre.

Fue impresionante ver cómo esa pequeñaja de zapatillas rosas exigía a grito pelado al agresor que dejara a su hermano en paz y cómo el muchacho se quedó paralizado sin saber muy bien qué hacer, mirando alrededor, buscando el visto bueno de unos simplones que, ante lo inusitado de la situación, ya no parecían disfrutar del espectáculo e iban mirando para otro lado. Así se disolvió aquello, más rápido de lo que empezó, tomando el grandón un camino y los hermanos el contrario.

Ya dijo Frank Underwood que la mejor manera de ganarte el respeto de tus superiores consiste en desafiarlos, y es cierto. Faltan valientes. El ejemplo de esa niña bien nos puede servir a todos, porque en la vida se plantean tesituras que antes o después nos exigen un gesto o un comportamiento que no podremos postergar ni esquivar, pues siempre llega un momento en que la excusa, la obediencia o el miedo no podrán servirnos de escapatoria y tendremos que actuar en conciencia a pesar de los pesares por muy en contra que parezca que se nos pone la cosa. Esa niña olvidó la diferencia de edad y de tamaño, sólo pensó en ayudar a su hermano y allí que se lanzó.

No sé cuál es su matón estimado lector, su miedo, pero seguro que tiene uno. Todos tenemos uno. Puede que sean sus jefes, sus fobias, sus comodidades o sus qué dirán. Y conste que cuando hablo de valentía no me refiero a superhéroes ni a valerosos actos a vida o muerte, sino a las cosas que usted y yo sabemos, esas que dejó de hacer por miedo, por no llevar la contraria, por creer que era lo que se esperaba de usted, porque le pidieron que obedeciera ciegamente, porque pensó que no era para tanto, o quizá porque simplemente se dejó llevar por la corriente. Nunca lo sabremos.

Lo que sí sabemos es que esas situaciones volverán a repetirse y tendremos que decidir qué hacer al respecto, porque el recuerdo de nuestra cobardía tiene una sombra muy alargada y aprovechar una nueva oportunidad de hacer lo correcto es lo único que nos llevará a exorcizar para siempre ese eco tan persistente.

Ser valiente es ser bombero e irse a los rompeolas del Egeo a recoger cadáveres, quién lo duda, pero también lo es reconocer un problema y ponerle freno, vencer el pánico que nos atenaza, pedir perdón por el daño causado, abandonar la tribulación y dar un paso al frente, morder la mano que te da de comer veneno, atreverse a decir no, buscar la verdad, levantarse cada mañana con la cabeza muy alta, identificar lo acertado y hacerlo realidad aunque te quedes solo frente al peligro, en definitiva, ser valiente es calzarte unas zapatillas rosas y tener el coraje de pelear por lo que más quieres, por lo que es justo.

«Dos caminos se bifurcaron en un bosque, yo escogí el menos transitado, y aquello lo cambió todo». El camino no elegido, Robert Frost, El club de los poetas muertos.