Para las nuevas generaciones del balonmano en Málaga, Manolo es un absoluto desconocido. Solo los más viejos del lugar, incansables entrenadores como Chema Jiménez, Cristóbal Flores o Blas Becerra; un buen puñado de jugadores a punto de alcanzar el ocaso de sus carreras deportivas y los árbitros más longevos, le recordarán con afecto si hoy leen estas líneas. Manolo sigue al pie de un cañón del que nunca se ha separado, con la discreción y templanza que el tiempo le ha ido regalando. Conocí su voz antes que su rostro hace ya más de veinticinco años, cuando las indicaciones a sus jugadores y jugadoras en cada sesión de entrenamiento traspasaban la tapia que separaba los colegios Giner de los Ríos y Juan Ramón Jiménez en la barriada de Cruz del Humilladero.

Y allí, en su «Giner» de toda la vida, se encerraba una tarde tras otra después de repartir el correo postal por el centro de la ciudad del entonces Banco Español de Crédito. Con el respiro que le daba el almuerzo un tanto acelerado, comenzaba una sesión vespertina con los más pequeños que concluía al filo de las diez de la noche con juveniles y senior. Su labor como entrenador traspasaba las fronteras del trato técnico-jugador y su acción social, esa que no está pagada de ninguna forma, le ha llevado al granjearse el afecto, la admiración y cariño de muchos de los que ahora le confían la tarea de entrenar a sus hijos. Los comienzos fueron difíciles, las drogas y otras tentaciones amenazaban a los más jóvenes de un barrio en el que era fácil encontrar cerca del centro educativo resto de papel de orillo y jeringuillas utilizadas para la inyección de la heroína. Una moda dramática. Apoyado por su escudero Juan Antonio Bernal «Bony», respaldado siempre por la dirección del centro y la Asociación de Padres, la actividad tomó tal volumen que les obligó a constituir el Club Deportivo Giner de los Ríos.

El salto a las competiciones federadas generó además de nuevos gastos, otro inconveniente, los transportes por la provincia. Si no se podía contar con la generosidad de algunos padres, era fácil encontrar a los equipos viajando en las líneas regulares de autobuses desde la capital a puntos como Torre del Mar, Antequera o Estepona. El tren de cercanías se convirtió en el principal aliado para jugar en Fuengirola y como caso extremo siempre estaba el coche de Mari, su mujer, para hacer algún traslado rocambolesco con el que poder estar prácticamente en dos sitios al mismo tiempo.

Recuerdo siempre a esa pareja de la Guardia Civil disfrutando de nuestro juego mientras custodiaba los exteriores de la prisión provincial o el Rocamar, ese pequeño antro frente al colegio, convertido durante muchísimos sábados en la sede improvisada de un club que crecía exponencialmente hasta el punto de alcanzar acuerdos con el Costa del Sol para promocionar a sus jóvenes jugadoras, entre ellas su hija Elisa.

Vivimos tiempos que nos trasladan al pasado. Tiempos en los que casi por arte de magia se buscaba un duro de aquí y de allí para pagar seguros, inscripciones o arbitrajes. No había cuotas y sí mucho trabajo. Trabajo por amor al balonmano. Trabajo que algunos quieren enterrar. Manolo se merece un homenaje. Respeto. En su carrera hay un montón de Torneos de Primavera, fiestas de fin de curso y un trabajazo por los jóvenes del barrio. De «Giner» han salido grandes jugadores, internacionales, grandes talentos. Manuel Pérez Manzano, ¡felicidades!