El mascador de chicles tuvo una gloriosa mañana, llena de gracietas y al que sus mesnadas le rieron las gracias y ocurrencias; socarrón, chistoso, con modos y modales de político decimonónico y haciendo uso de su legendaria retranca se subió a la tribuna del Congreso de los Diputados. Fue demoledor ver al mascador de chicles mover los labios de forma despectiva y ver en sus ojos una profunda perplejidad como si lo que pasaba a su alrededor le sobreviniera sin saber cómo y porqué. Al mascador de chicles le zumbaban los oídos por las deflagraciones de las bombas pestosas de la corrupción pero él seguía inmutable moviendo las mandíbulas como si la guerra no fuera con él.

El mascador de chicles, con desgana, faltón y perezoso como es, se quitaba el engorroso deber de contestar a un joven con corbata roja que el día anterior había propuesto más de 200 medidas para ser investido como presidente, cosa que no conseguiría y lo hizo con chistes, con chascarrillos, toros de Guisando y cuatro piruetas dialécticas queriendo emular a Castelar, sin que le llegue a la altura de la zapatilla. Irónico quiso ser el mascador de chicles pero sus gestos, sus miradas, su uso del lenguaje era un parapeto para esconder su inanidad y la manifiesta incapacidad para asumir la responsabilidad que le dieron las urnas para formar gobierno. El mascador de chicles le dijo no al Rey y en el Parlamento evidenció que es un cadáver al que no resucita ni las forzadas muestras de jolgorio y sonoras palmas de sus mesnadas, enfervorizadas por tantas gracietas y por sus clamorosas y vanas propuestas, con lo que está cayendo. Las manos muertas son las que más aplauden, escribía ayer El Roto

Este mascador de chicles, lo saben ya los avezados lectores, se llama Mariano Rajoy, el dominador de los pactos de los Toros de Guisando y del bálsamo de Fierabrás. En frente tenía a tres jóvenes devoradores de futuro, que en su bisoñez parlamentaria tuvieron el atrevimiento y osadía de subir al estrado con apuestas para hacer realidad el cambio que los españoles votaron en las urnas. El primero de ellos en salir al ruedo y el que tiene encomendado por el Rey formar gobierno fue Pedro Sánchez, de porte frío, corbata roja, con hechuras de presidenciable; educado y sufridor que sobrellevó la matraca rajoniana sin levantar una ceja. Como tampoco lo hizo cuando Pablo Iglesias se tiró a su yugular. El líder de Podemos, más mitinero que nunca, no dudó un momento en atacar de formas rastrera («cal viva» de Felipe González), con intervenciones insultantes a un partido con más de 100 años de historia, en el declarado intento de buscar la pasokización PSOE. El enemigo político de Iglesias no es Rajoy, sino Sánchez y lo que representa.

Pero Sánchez estuvo valiente y honesto, mantuvo el tipo y a la altura de lo que se le exigía, incluso para sorpresa de los guardianes de la esencia del socialismo histórico. Pablo Iglesias en su referencia a Felipe González cerraba, si es que había alguna rendija abierta, al pacto con los socialistas.

Albert Rivera, menos bisoño porque domina las tablas parlamentarias gracias a su presencia en el Parlamento catalán, estuvo como se esperaba: claro, didáctico y llevó a Mariano Rajoy al desahucio, acusándole de ser el tapón para la necesaria y obligatoria regeneración del PP. Mientras hablaba Rivera, sin papeles a los que agarrarse, hubo un barrido de las cámaras en las mesnadas peperas y las caras de algunos diputados del PP eran todo un poema, por ejemplo la de María Dolores de Cospedal, la esfinge del Congreso, y no digamos la de Soraya y la del incrédulo Rafael Hernando. Mariano Rajoy seguía mascando chicle.

Hoy tampoco Pedro Sánchez conseguirá la ansiada investidura y se abrirá un camino que a la vista de los hechos al menos yo no sé dónde desembocará. No será el fracaso de todos los políticos porque al menos dos -Sánchez y Rivera- lo intentaron, pero sí lo será y de forma clamorosa de Rajoy y de Pablo Iglesias unidos para que España siga sin tener gobierno. Y esto se paga en las urnas. Al tiempo.