Durante toda mi infancia estuve convencida de que mi madre era adivina. Lo juro. Después, con el transcurso de los años, la vida me enseñó que, en el fondo, todos podríamos haber competido con La bruja Lola. El día que al recordar un mal episodio de tu vida, que te privó de tantas horas de sueño, sonrías, debes ser consciente de que en aquella guerra hubo un vencedor: tú. No dudes de que, a pesar de tus éxitos y de los halagos de tus parientes, amigos y vecinos, nunca puedes bajar la guardia. La vida siempre ha sido como es, no como hubiéramos deseado que fuera. Los peores enemigos que podemos tener somos nosotros con nuestras tristezas, nuestras desesperanzas y desconfianzas. El antídoto para todo ello: la sonrisa. Entre todas, la de un niño al despertar. No tiene precio. Os lo juro.

Ayer recibí una llamada de Mariví. ¿Quién no tiene una amiga llamada Mariví? Pero ninguna es como mi amiga: Alta, pelirroja, ojazos verdes y una habilidad tremenda para sacar faltas a toda la que pasa. Y se la quiere, oiga. Se la quiere porque es el mejor remedio para desprenderse de la melancolía. Como lo oyen.

Hace un par de años fuimos a Galicia a visitar iglesias, se lo juro, oiga. Ni para comer marisco ni para visitar monumentos, sólo a visitar iglesias. Lo malo, se lo prometo, que no sé el motivo de que todas ellas estuvieran situadas frente a una sidrería chulísima.

Recordamos a nuestras compañeras ausentes, a nuestros maridos -el mío estaba a mi lado-. Tuvimos que dormir una larga siesta y eso que yo sólo bebí una caña de cerveza. Sería culpa del agua, que dicen no tiene igual. Disfrutamos del viaje y de la gente que nos acompañaron, como si hubiéramos visitado un bar del Centro de Málaga.