Me van a perdonar que sea muy poco original y aporte mi pequeña y particular bolsita de mierda para hablar, sí, de la huelga de limpieza. Algo que te obliga a cambiar de acera -entiéndase, en la calle Ollerías- bien merece un comentario. Una cosa breve, dos parrafitos nada más. No voy a hablar del problema en sí, ese convenio laboral con renglones tan polémicos, oscuros y torcidos que lleva generando desencuentros entre los trabajadores y el alcalde de Málaga desde hace años. De esa amenaza permanente que vive esta ciudad por parte de los responsables de un servicio que no para de repetir, un año sí y otro también, que sus condiciones laborales son cada vez peores mientras que la otra cara de la moneda, empresa, alcalde y el concejal Raúl Jiménez, no paran de responder que los trabajadores de Limasa gozan de un estatus laboral que ya quisieran para sí otros empleados de otros servicios municipales. Y tampoco voy a hablar de las reuniones, ni de las maratonianas y nocturnas ni de las que apenas llegan a una hora, que sirven más de espectáculo para el bochorno y la mala imagen de sus protagonistas que para realmente solucionar el problema.

No. De lo que voy a hablar es del efecto de esta huelga de limpieza y recogida de basuras en la ciudad y sus ciudadanos. Cabría pensar que en una ciudad que vive del turismo, la capital de la Costa del Sol, sentiría una gran preocupación al ver sus calles cubiertas de basura y que del primer malagueño hasta el último, harían todo lo posible porque no se llegara a esto o, una vez que se ha llegado, acabase lo más pronto posible. Y, sin embargo, no huelo eso estos días. El primero de los malagueños, Francisco de la Torre, se largaba a Madrid a un congreso nacional de innovación y servicios públicos (¡¡servicios públicos!!) pocas horas después de iniciarse la huelga, y el resto de malagueños, esos que hinchan el pecho con orgullo cada vez que escuchan el nombre de una nueva película de Antonio Banderas, un monólogo de Dani Rovira o un gol del matagigantes Málaga CF, entierran su tierra y sus calles bajo bolsas de basura que arrojan incluso allí donde no ha habido nunca un contenedor, ni vergüenza, apilando la mierda convirtiendo cada calle en un pequeño paso de las Termópilas que no me genera otro sentimiento que la vergüenza y el sonrojo. Imagínense qué sentiría si, además, fuera malagueño.