Hace ya cerca de siete años, unos buenos amigos y maestros del periodismo me recomendaron que enviara mis artículos al diario provincial en el que ellos trabajaban: La Opinión de Málaga. Me pareció una excelente idea y por supuesto, muy de agradecer. Conocía bien ese periódico, al que apreciaba, tanto por ser lector habitual como por tener en él a muy buenos y brillantes amigos.

Han pasado ya unos años desde entonces y las turbulencias de la vida diaria generalmente no han sido un obstáculo para cumplir con mi cita de cada sábado con ese diario malagueño. En el que me siento como en mi propia casa, gracias a la generosidad de los que allí hacen su trabajo, cultivando un admirable periodismo de alta gama, pues no en vano son los primeros en premios periodísticos en Andalucía.

El pasado sábado se publicó el último de mis artículos en La Opinión: «Umberto Eco, el maestro». Lo dediqué, quizás con cierto atrevimiento, al imprescindible recién fallecido. Para ese humilde homenaje me inspiré en uno de sus libros: Travels in Hyper Reality. Una colección de ensayos portentosos de la primera época del maestro milanés, traducida al inglés. Al citar un par de párrafos del prólogo, en los que proclama Eco la inmensa importancia de la columna periodística en la cultura europea, realicé sin darme cuenta un curioso viaje lingüístico: del nobilísimo italiano primigenio de Umberto Eco al inglés de la espléndida traducción de William Weaver y de ahí a mi modesta versión en castellano. O en español, aquel maravilloso idioma nacido al pie de los Pirineos, como diría con su habitual precisión don Manuel Alvar.

El pasado sábado, coincidiendo con la publicación de mi texto sabatino en La Opinión, me llamó la atención una interesante y oportuna columna de Fernando Savater en la contraportada de El País. En «Gran Eco» observaba don Fernando una de las consecuencias del uso no riguroso y contrastado de los portentos de internet en la proliferación de textos apócrifos publicados estos días como si hubieran sido tesoros salidos de la pluma áurea de don Umberto. Citaba el docto don Fernando dos de aquellos escritos: uno en realidad era de Chesterton y el otro de nuestro inmortal Calderón. Entre los muchos defectos de mi artículo sobre don Umberto no se encontraba ése: la autenticidad de las citas utilizadas por este humilde escriba la atestiguaba en este caso la firma del autor, don Umberto Eco, al pie del prólogo norteamericano de su libro, gloriosamente ejemplar. Libro que los editores californianos (Harcourt Brace Jovanovich de San Diego, Nueva York y Londres) habían hecho físicamente posible a orillas del Pacífico, para mayor gloria de aquel gran escritor italiano. Por supuesto, lo de cuidar al máximo la autenticidad de una cita era algo que mis buenos amigos de La Opinión de Málaga ciertamente se merecían.