Estos días -desde febrero hasta finales de abril- está teniendo lugar en La Térmica un interesantísimo ciclo llamado La ciudad demudada que se merece una repercusión mayor de la que está teniendo, y con el cual este columnista ha tenido la suerte de poder colaborar. Sus organizadores han tenido el acierto de concitar miradas especializadas sobre la ciudad contemporánea desde distintos ámbitos, organizadas en varios bloques estructurados en «talleres, charlas, paseos, conferencias y performances que pretenden generar reflexiones, conocimientos y puntos de vistas nuevos en torno a la urbe».

Nuestra sociedad ha avanzado en muchos aspectos, pero no cabe duda de que nuestros sentidos están sometidos en la actualidad a una sobre-estimulación que embota nuestra percepción del entorno. Quizás el oído sea el que reciba menor atención por nuestra parte, y las agresiones sufridas pasan desapercibidas mientras no excedan el umbral de lo tolerable. Así, el silencio ha pasado de ser entendido como un oasis placentero a algo inquietante: necesitamos el ruido para llenar nuestros vacíos y soledades. La ciudad demudada propone, entre otras muchas cuestiones, distinguir y estudiar el universo sonoro que nos rodea, reflexionando en el concepto de paisaje sonoro que «consiste en eventos escuchados y no en objetos vistos»; la idea de paisaje hace mucho que dejó de circunscribirse a lo pictórico y visual para extenderse a otros ámbitos de la percepción.

Todos atesoramos sonidos de nuestra infancia que resuenan en la memoria; merece la pena que dediquemos un instante a reflexionar sobre el paisaje sonoro distintivo de nuestra ciudad actual, e interrogarnos sobre las huellas sonoras que hacen única a la vida acústica de Málaga, y que están forjando los futuros recuerdos de las generaciones más jóvenes.