La no investidura de Pedro Sánchez ha terminado por convertirse en un striptease de la clase política: la vieja y la nueva. Todos suficientemente desvestidos, la convocatoria de elecciones depende ahora, y siguiendo el tono del esperpento nacional, de que el candidato socialista atienda la fugaz declaración de Pablo Iglesias: «Fluye el amor, Pedro, sólo quedamos tú y yo».

En su descubrimiento de la felicidad sexual, el líder tragicómico de Podemos reveló a sus señorías las relaciones entre una diputada del PP y otro de su partido, la perturbación que sintió al besar al portavoz de En Comú Podem: todo este rodeo para llegar a un objetivo dirigir un guiño a Pedro Sánchez y descojonarse de la inquietud que provocan sus dotes de payaso. Para hacerse notar, Iglesias parece estar dispuesto a todo: a pedir el acuerdo del beso con los socialistas y a besar, incluso, si se presta, al propio Felipe González, al que el otro día quiso enterrar en cal viva.

Todo esto resulta ya demasiado grotesco para ser tomado en serio. Pertenece, como es natural, a una misma estrategia estúpida de significarse y epatar, como sucedió con el famoso esmoquin de los Goya y tantas otras actuaciones de Iglesias. Puede que a alguien, la nueva política diseñada conforme a las hechuras más almodovarianas de este país le parezca apropiada, pero tampoco hay razones para no considerarla una auténtica tomadura de pelo propia de un ser infantiloide que aspira a convertirse en el líder de la izquierda asaltando todos los días un palacio de invierno en patinete.

No sé cómo responderá Sánchez a esta petición del «pacto del progreso» por medio del amor fluido, pero si el relato de Iglesias va a seguir consistiendo en esto más le valdría enterrar la posibilidad de un acuerdo en cal viva.