No hay quien entienda esto. Nadie gana. Los trabajadores de la basura cada vez tienen peor imagen. Injusta en parte porque si las sentencias les dan la razón legal están en su derecho de pleitear y presionar. Lo que no es tan verdad es que sean clase obrera maltratada ni que acogerse al derecho de huelga mermará su capacidad de subsistencia contra el patrono explotador. Tienen alguna capacidad de resistencia sin cobrar (aun no siendo millonarios, no hagamos demagogia que se hace mucha con sus condiciones laborales), pero son trabajadores fijos la mayoría y con un sueldo digno y pagas y fuerza sindical. Si a eso le sumamos que las horas extras que cobrarán para recoger la basura acumulada compensarán en parte lo perdido, los días sin salario son menos.

También hay actitudes que hacen pensar que su situación laboral les permite posturas más cómodas que a quienes trabajan en la mina en Chile. Por ejemplo, cabe preguntarse por qué si una reunión como la del domingo acaba con una propuesta del Ayuntamiento cerca de las dos de la madrugada, haya que esperar hasta el lunes por la tarde para que se reúnan los trabajadores y la voten. Quienes por oficio hemos vivido en Málaga y en Madrid huelgas duras, nos hemos acostumbrado a que las negociaciones sine die no continuaban o terminaban hasta que los trabajadores discutían la esperada propuesta sin solución de continuidad, inmediatamente después de cerrada la reunión con la patronal, con asambleas de madrugada y vuelta o no a empezar. Pero esperar hasta el día siguiente, condenando a los ciudadanos a un día más de basura derramada, para contestar la propuesta es un gesto algo chulesco que a quien más está sufriendo la crisis le aleja de las reivindicaciones de trabajadores de primera en un mundo con demasiados trabajadores de tercera (y de tiempo parcial y de falsos autónomos forzosos y sin apoyo sindical alguno ni cotización para pensión en el futuro).

Es verdad que nadie querría ser basurero vocacionalmente, un oficio digno y necesario pero cuya nomenclatura molesta hasta el punto de necesitar un eufemismo políticamente correcto, trabajador u operario de la limpieza. Pero en la comparativa (y más en una crisis que ha dado alas al capitalismo más salvaje) con otros trabajadores de la escala básica, sus condiciones salariales y sus conquistas laborales son para muchos envidiables. Además, su capacidad de presión es indiscutible. Llenar Málaga de basura, ciudad que vive en gran parte de su imagen, provoca insalubridad y daños a terceros, comercios y paseantes que ven dañada su propia economía, y condiciona las decisiones de los políticos que tienen que responder al envite.

Por parte del Ayuntamiento el dislate no parece menor. Algunos no tenemos capacidad intelectual (aquí pueden cebarse quienes quieran con el mensajero) para comprender qué sentido tiene una «empresa mixta» donde el 49% de la participación la tiene el cliente único (que es la parte pública de la empresa, el Ayuntamiento) y por tanto no es determinante en las decisiones pero sí en las obligaciones y en la costosa solución de los marrones, para entendernos. Para colmo, los conflictos se vienen solucionando a favor del comité de empresa (si no dándoles todo lo que piden sí una parte progresiva) y siempre con el dinero de todos. El partidismo institucional que sufre la democracia española desde hace décadas no propicia en conflictos como éste una defensa de la ciudad en bloque. Nunca habrá consenso para cerrar filas en ese sentido, lo que da aún más fuerza al propio conflicto siempre latente.

La parte privada, finalmente, no asume los riesgos como lo haría una empresa privada a la que se subcontrata un servicio de manera completa. Ni puede alardear de la calidad de un servicio costosísimo que ni de lejos es bueno. Con el beneficio asegurado por contrato (del 2%, al margen de que haya ejercicios en que se pueda renunciar a obtenerlo), Limasa empresa jamás pierde.

Otra cosa será opinar desde un sesgo ideológico determinado si es mejor privatizar un servicio público o no hacerlo. Los trabajadores parecen preferir ser funcionarios, lo que no les permitiría probablemente ganar lo que ganan ahora ni que haya puestos que se hereden de padres a hijos. Otros opinan que si no hubiera monopolio y la limpieza de la ciudad se repartiese por distritos a empresas distintas el problema se resolvería. No lo sé. Como dudo de otras tantas cosas. Yo lo que quiero es que nadie pierda y que, a ser posible, todos el mundo gane.

Pero tengo claro que aunque nadie gane en este asunto convertido en el amenazador monstruo al que nunca se alimenta lo bastante, quienes más pierden son quienes menos tienen. Cada céntimo de más en los impuestos los notan de verdad quienes no pudiendo escaquearse menos céntimos tienen. Por otra parte, si se paran los transportes públicos no lo sufren quienes viajan en sus vehículos privados y pueden pagarse sus aparcamientos y sus taxis, por ejemplo.

También sé que el caos llama al caos. Y que hay ciudadanos y habitantes. Cuando veo cómo, sobre bolsas de basura primorosamente cerradas, se arrojan restos de comida que ya ha fermentado; o cuando observo cómo una anciana intenta colocar una bolsita de basura azul, probablemente perfumada, sobre un contenedor a rebosar caminando entre excrementos de perro y basura rociada por la acera, pienso que «algo huele a podrido» no sólo en Dinamarca…