Del mismo modo que no he aprendido a dormir, que mis noches son un continuo que va del libro a la radio y de la radio al libro hasta que, adelantándome a la madrugada, inicio mi obligatorio viaje a la caldera, tampoco he conseguido aprender a creer. Ni siquiera los santos padres que trataron de educarme en el colegio aquel donde aún duermen mi risa y mis dictados (allí donde don Leopoldo nos recitaba de memoria el Romancero Viejo: «Abenamar, Abenamar, / moro de la morería / el día que tú naciste / grandes señales había»), consiguieron enseñarme en mi primera inocencia a creer en nada.

De modo que ahora, en «esta segunda inocencia / que da en no creer en nada», según Machado, sigo en mis trece y cuando alguien quiere hacerme creer en algo me voy yendo despacito. Durante mi medio siglo de residencia en la Tierra he aprendido pocas cosas, pero una de ellas es que la ideología es contraria a la idea, del mismo modo que creer es contrario a dudar. La idea, por su propia naturaleza, tiene una natural tendencia a la mutación, a su constante cuestionamiento, mientras que la ideología tiene vocación de piedra, sueña con la inmovilidad.

La ideología es una trampa, un recetario del que, te dicen, si te mueves te condenas. Es al pensamiento político lo que la religión al misterio, a la natural tendencia del ser humano a suponer la trascendencia.

Y el peor grado, el último y más terrible de la ideología, es la consigna. La consigna, ese mantra creado para repetirlo a todas horas «y con ello serás salvo». Los hay de todos los tipos. Sirven para muchas cosas. La primera y más importante, para no pensar (siempre interesa que el personal crea, pero no que piense, porque la gente que piensa es peligrosa y tiene la tentación de ir por libre). La segunda, y no menos importante, que sostiene en los creyentes la certeza de que repitiéndolo están en el lado bueno de las cosas. Es lo que pasa con el concepto de «igualdad», por poner un ejemplo nada más. Basta colgar en Facebook una foto con un ramito de rosas el Día de la Mujer y un rótulo de «Felicidades a todas las mujeres» para sentir uno que la justicia social ha sido lograda en todos sus objetivos, sin querer ver que de ahí a que alguien invente la «tarta de la mujer trabajadora» y de que se haga un sorteo extraordinario de cualquiera de las loterías patrias hay un pasito muy pequeño. Sin querer ver, en suma, que banaliza y desactiva peligrosamente una lucha larga, trágica y justa, para transformar en carnaval lo que debe ser revolución.