Alguien, a mis espaldas, murmuró: «No te rías tanto, mujer, que es una ordinariez». No pude evitar volver la cabeza. El malasombra que acababa de reprender a la bonita muchacha que le acompañaba tenía -se lo juro- todo el derecho a estar amargado, porque, hasta para opositar a dóberman, le habrían excluido por ser demasiado feo. La joven bajó su preciosa carita de ángel y suspiró. La gente le increpó y le dijeron algunas monerías, y él dijo: «Siempre tienes que meter la pata, cariño». Y€ aunque no lo crean, una señora de más de noventa años se acercó a ellos y le dijo al miserable: «Si lo que le acabas de decir a esta preciosidad se lo hubieras dicho a una de mi nietas, ya no podrías seguir llamándote hombre. Y tú, preciosa, ¿cuándo te vas a dar cuenta de que el que nace torcido es porque en alguna parte oculta le falta algo. Estás a tiempo de rectificar porque este muchacho hace aguas y con eso se nace, no tiene arreglo». La gente los rodeó y el medio hombre se alejó del lugar sin volver la cara atrás. La anciana cogió las manitas de la casi niña y le dijo: «Este no merece una segunda oportunidad, el que agrede una vez, te violentará siempre. Le falta un hervor para ser un hombre de verdad y te juro que eso no tiene arreglo. Anda, prenda, te llevo a tu casa y olvídate de ese desgraciado. Vales mucho más que él. El cementerio está lleno de mujeres que perdonaron cientos de agresiones. No merece la pena tener al lado a un cobarde reprimido como ese».

Cuando las dos mujeres se alejaron del lugar hasta las piedras tenían el alma encogida. Una pena, oiga, que existan personas tan desorientadas que se creen tan importantes como para fustigar de mala manera a una criatura porque así se sienten los reyes de la creación y lo peor de todo es que, la mayor parte de las veces, somos las madres las culpables. Como se lo cuento.