Costará convencer a la ortodoxia de que los votantes se han desgajado de los partidos, pero hay que insistir en la pedagogía. La imagen del aparato del todopoderoso Partido Republicano gastándose una fortuna para neutralizar al candidato favorito del Partido Republicano, empequeñece las crisis internas de PP y PSOE. La figura de la discordia es Donald Trump. En lugar de denunciar al magnate deslenguado, los comentaristas deberían concentrarse en evaluar el hartazgo que han amasado los ciudadanos para acabar aclamando a un monigote que vive de su propia caricatura. Estados Unidos favorece constitucionalmente la desigualdad, pero el ensanchamiento de las diferencias ha hundido al borde de la miseria a una proporción creciente de la población.

Los nuevos damnificados pertenecen en proporción creciente a la raza blanca. De nuevo erróneamente, se asocia su abrazo a Trump con la alarma de los ocho años de vigencia de un inquilino de color en la Casa Blanca. En realidad, Bill Clinton fue el primer presidente negro por sus orígenes desestructurados. Barack Obama ni siquiera es el segundo, posee una albura impoluta como cualquier ser humano que reconoce ingresos anuales en millones de euros. La hipótesis de una futura presidencia de Hillary Clinton se enfrenta a la saciedad dinástica, una punzada que sobresale por encima de la conquista femenina. La sombra del lenguaje enrevesado y alambicado se rechaza de plano, al margen de su procedencia ecológica.

En la vieja política, los ciudadanos se limitaban a votar a candidatos predeterminados por los partidos, las famosas listas cegadas sin necesidad de precisar los ingredientes ni mucho menos las proporciones. En la nueva política, los votantes se apuntan al espejismo de que diseñan los golem de gobernantes a su imagen y semejanza. Un politólogo clamará contra la liberación de los bajos instintos de la masa de Canetti. No es tan probable que pueda explicar la liberación a muerte de Irak como un ejemplo de los elevados instintos de George Bush, Colin Powell y Tony Blair, por citarlos en orden creciente de aceptación por el establishment.

Un tercio de siglo más adelante, Trump se cierne tan abominable como el descenso de Ronald Reagan en los años ochenta, cuando Gore Vidal compendiaba sus ensayos de la época bajo el apocalíptico Armageddon. No se confirmaron los peores temores, solo los medianos. ¿Cuál ha sido el presidente estadounidense más reciente en colocarse bajo la advocación del fundador del reaganismo? Barack Obama, por ejemplo, una adscripción chocante que le ganó el odio eterno de Bill Clinton. La historia solo dinamita excepcionalmente. Más a menudo pulimenta a sus figuras relevantes, por lo que no puede descartarse que Trump se beneficie del tratamiento antiarrugas de Reagan, aquel supremo ignorante.

Europa debería repensarse el complejo de superioridad que le lleva a ridiculizar apresuradamente a Trump, mientras confía en seguir alquilando a bajo precio el arsenal estadounidense. Por ejemplo, los líderes continentales pueden establecer una saludable comparación con Berlusconi, a quien aceptaron fraternalmente. Las ministras de Zapatero aceptaron incluso una visita diplomática a la villa donde se celebraban las famosas fiestas orgiásticas, sin pedir la edad a los participantes. El embellecimiento del aspirante republicano no proviene en exclusiva de sectores radicales. El pontifical New York Times se guarda de atacar frontalmente la cualificación de Trump, no sería educado ofender a un posible presidente. El eufemismo de guardia en estas ocasiones consiste en una genérica conmoción europea ante el auge del promotor inmobiliario.

Felipe González mantiene que un presidente siempre se improvisa. En las vísperas del asalto final a la magistratura suprema del Universo, Trump aparece como un pinche y compinche de Chicote, también en la utilización magistral de un lenguaje televisivo sincopado, sin tiempo para sutilezas ni subjuntivos. De nuevo, la democracia se basa en que los votantes arriesguen su propio bienestar con el voto. En cambio, un número creciente de ciudadanos no tiene nada que perder, y sigue disponiendo del sufragio. La falta de traducción de Trump al castellano debería interpretarse como una articulación más racional de una situación crítica. Sin embargo, se prefiere demostrar a trancas y barrancas que Podemos no es la solución, mientras se oculta que el PP de Mariano Rajoy es parte fundamental del problema.