El domingo 13 de marzo las calles de Brasil se llenaron de manifestantes y hubo riesgos de incidentes. Unos defendían al expresidente Luis Ignacio Lula da Silva, acusado en un par de procesos de haber recibido ilegalmente 8 millones de dólares, ocultación de patrimonio y lavado de dinero, mientras otros protestaban por una corrupción que como cáncer corrosivo extiende sus tentáculos por todo el país. El caso Lava Jato que afecta al gigante energético nacional, Petrobras, al Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social y a numerosas empresas del sector de la construcción que habrían pagado elevados sobornos a cambio de obras y contratos ha producido un terremoto político y una ola de indignación social como no se conocía en el país.

La situación era muy diferente hace tan solo unos años, durante la llamada década dorada (2003-2013) cuando el gigante suramericano parecía imparable en su camino a convertirse en uno de los líderes del siglo XXI. Un fuerte crecimiento económico, el campeonato mundial de fútbol de 2014, los Juegos Olímpicos de este verano... Algunos hasta pretendían un puesto permanente para Brasil en un renovado Consejo de Seguridad de la ONU. El cielo parecía ser el único límite a las ambiciones brasileñas.

Pero algo andaba mal cuando manifestaciones violentas interfirieron en el normal desarrollo del mundial de fútbol (antes de la debacle del equipo nacional ante Alemania) protestando por el precio de los transportes urbanos. Se dijo entonces que eran las nuevas clases medias protestando por no recibir los beneficios del crecimiento macroeconómico y no era así. El malestar es mucho más profundo y tiene raíces tanto económicas y sociales como políticas. La presidenta Rousseff intentó atajar el problema con un paquete de ajuste fiscal (menos gastos, más impuestos y menos crédito) que impactó negativamente sobre la inversión y el consumo. Luego llegaron el escándalo Petrobras (empresa responsable del 10% de la inversión en el país), la bajada de precios del petróleo (uno de los principales rubros de exportación junto con la soja y el hierro) que deja fuera del mercado a crudos de alto coste de extracción como son los de yacimientos en aguas profundas en la costa del Atlántico, la menor demanda china y la dificultad de Brasil para encontrar nuevos mercados exportadores fuera de Mercosur, cuyo principal socio, Argentina, también está plagado de problemas. La economía de Brasil se estancó en 2014, el PIB retrocedió un 4,8% en 2015 (el peor dato desde 1990) y se teme que lo haga en un 3,21% en 2016, mientras la inflación está en el 9%. El año pasado Brasil perdió un millón de puestos de trabajo y su deuda se ha degradado a la categoría de bonos basura. El país está hoy en una recesión que Fitch augura «profunda y prolongada».

El escándalo Lava Jato ha afectado a una cincuentena de políticos y a numerosos empresarios. La cifra robada alcanza la asombrosa cifra de 2.500 millones de euros. La indignación de un pueblo que pasa estrecheces económicas con una clase política y empresarial plagada de sinvergüenzas está plenamente justificada y ha amenazado con llevarse por delante a la misma presidenta Dilma Rousseff, que era la ministra de Energía y miembro del consejo de administración de Petrobras mientras algunos se llevaban el dinero de todos. Su popularidad está hoy en torno al 11%. La destitución del ministro de Justicia, José Eduardo Cardoso, alegando que había perdido el control de la investigación no favorece a Dilma, mientras que el hecho de que su principal enemigo sea Eduardo Cunha, miembro del aliado Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y presidente de la Cámara de Diputados, a su vez acusado de llevarse personalmente 5 millones de dólares, lo dice todo. El impeachment de Dilma Rousseff supondría la anulación de los resultados electorales que la llevaron a la presidencia y la convocatoria de nuevas elecciones, algo que nadie deseaba y que se podía complicar con desórdenes sociales. Pero esto está cambiando porque se empiezan a observar divisiones en el Partido del Trabajo (el de Lula y Dilma), mientras toman distancias tanto el PMDB como el Partido Social Demócrata Brasileño (PSDB), que piensan ya en la posibilidad de nuevos comicios o en prepararse en último caso para los de 2018. Por su parte, los empresarios están tomando posición en contra de Rousseff y a favor de un gobierno nuevo.

En este explosivo contexto, el expresidente Lula, una figura mundial, ha sido detenido el pasado 3 de marzo (y luego puesto en libertad) para declarar ante el juez Sergio Moro que es un héroe popular por su infatigable lucha contra la corrupción y por los éxitos que ha conseguido al llevar a la cárcel a muchos políticos y empresarios. Sobre Lula y su amigo el empresario Paulo Okamotto pesan varias acusaciones y entre ellas haber recibido sobornos a cambio de contratos, algo que Lula niega acusando al juez de sesgado, de enemigo político y de querer arruinar su imagen e impedir que concurra a las próximas elecciones como candidato del Partido del Trabajo. No deja de ser sintomático que las voces exteriores que más le han defendido hayan sido las de Evo Morales y Nicolás Maduro.

La corrupción es endémica en Brasil, pero la energía (¡nunca mejor dicho!) con la que el juez Moro dirige la investigación de este escándalo mayúsculo hace concebir esperanzas de cambio. Con los Juegos Olímpicos a la vuelta de la esquina no es fácil predecir cómo evolucionará esta crisis a partir de ahora, pero por algún lado tendrá que romper aguas.

*Jorge Dezcállar es diplomático