Pocas cosas parecen estar erosionando más nuestra democracia que los acuerdos de libre comercio e inversiones que han venido negociando a puerta cerrada la Comisión Europea con Canadá y también con Estados Unidos.

El próximo 13 de mayo, según se anuncia, se promulgará un tratado de ese tipo con Canadá, muy similar, a lo que parece, al que se está concluyendo con Estados Unidos, y todo se está haciendo al margen de los parlamentos nacionales.

Ese primer tratado, conocido por las siglas de CETA, podría comenzar a aplicarse a título provisional poco después de esa fecha sin que ningún legislador, ni nacional ni europeo, haya tenido ocasión de revisarlo o introducir eventuales enmiendas.

Y, según parece, aunque el Parlamento Europeo o el poderoso Parlamento alemán rechazasen a posteriori su contenido, lo cierto es que algunos artículos del mismo seguirían teniendo fuerza de ley.

Así, por ejemplo, estaría en vigor durante al menos tres años la protección especial que el mismo brinda a los inversores y permite a las empresas extranjeras demandar a los estados ante tribunales de arbitraje privados por menoscabo de sus beneficios.

En el fondo no es nada nuevo ya que ese tipo de cláusulas, que protegen a los inversores frente a los ciudadanos se han venido ya aplicando en varios casos.

Lo peligroso de esos acuerdos es que inciden cada vez más directamente en la vida de los ciudadanos al permitir, por ejemplo, la privatización de servicios básicos como la educación o la sanidad, o afectar a la protección del medio ambiente y a los derechos tanto de trabajadores como de consumidores.

En España, por desgracia, tal vez porque aquí tenemos preocupaciones más inmediatas y por la falta de atención que nuestros partidos prestan a lo que ocurre en Europa, no ha habido hasta ahora una fuerte oposición a esos tratados, especialmente al conocido como TTIP con Estados Unidos, como la hay, por ejemplo, en Alemania, el Reino Unido o Austria.

A tal desinterés ha contribuido sin duda también el hecho de que hasta hace poco la Comisión Europea apenas hubiese informado a la opinión pública de las negociaciones en curso y sólo se ha visto obligada a hacerlo aunque con cuentagotas ante la presión de las organizaciones no gubernamentales más activas en ese campo.

La Comisión ha intentado dar seguridades a los ciudadanos de que el tratado que se negocia con Estados Unidos no afectará negativamente a principios como el de precaución o a la protección del medio ambiente, pero habría que preguntarse entonces por el porqué de tanto secretismo. Y sobre todo está la cuestión fundamental de si los ciudadanos no tienen nada que decir a través de sus representantes, es decir los parlamentos, en cuestiones relativas al comercio y a las inversiones, es decir si esas actividades deben sustraerse al control democrático.

Y esto es especialmente grave en el caso antes citado de los tribunales de arbitraje privados, a los que nadie ha elegido y a los que se da -¿en virtud de qué?- el poder de revisar las acciones adoptadas democráticamente por los gobiernos o las leyes emanadas de los parlamentos.

Resulta totalmente reprobable, por ejemplo, que, como ha ocurrido con el tratado CETA con Canadá, la opinión pública, es decir la ciudadanía, no haya podido enterarse de su contenido hasta que lo firmaron el presidente de la Comisión Europea y el primer ministro canadiense.

En mayo el Consejo Europeo, es decir los jefes de Gobierno, darán su aprobación al mismo y decidirán su entrada en vigor provisional, para lo que se necesita sólo una mayoría cualificada de 15 de los 28 representantes de los estados.

Dadas las diferencias en la coalición cristianodemócrata-socialdemócrata alemana sobre ese tratado, el Gobierno de Berlín podría abstenerse, comenta el semanario Die Zeit, para mantener el tipo ante sus ciudadanos sin impedir, sin embargo, su aprobación. ¡Flaco favor se está haciendo así a la democracia!