Las nuevas tecnologías han convertido la intimidad en una quimera. No lo olvidemos cuando pulsemos la tecla de enviar un mensaje. Nuestras conversaciones en las redes sociales no se borran aunque las eliminemos en primera instancia: permanecen en algún lugar del mundo, durmientes en una caja de Pandora tecnológica. Y si alguna de nuestras relaciones llega a ser peligrosa (un presunto amigo que comete algún tipo de presunto crimen, por ejemplo) nuestra ingenuidad corre el riesgo de perder la inocencia si la mirada implacable de la justicia entra en acción y, luego, alguien filtra interesadamente a un medio determinado extractos de confidencias que considerábamos secretas. O muertas y enterradas.

No existe la impunidad o inmunidad en el imperio digital. La reina Letizia no tuvo en cuenta ese pequeño gran detalle cuando envió algo parecido a un mensaje de ánimo a un ex amigo metido en problemas, un personaje con varios frentes abiertos de investigación pero que, al margen de las escasas simpatías que pueda despertar, aún no ha sido condenado por nada ni por nadie. No lo olvidemos aunque vivamos en tiempos de linchamiento virtual instantáneo. Y, como charla entre amigos privada que fue, era normal el tono coloquial empleado (incluido el famoso «yogui») y del que tantas chanzas se están haciendo.

Ahora bien, dicho esto y dejando clara la incomodidad o incluso el temor que trae aparejada esta invasión de la intimidad y su posterior exposición en el patio púbico e impúdico, no se puede tampoco dejar pasar por alto la ingenuidad de dos afectados a los que su cargo no les permite tales deslices. Precisamente por el cargo que ocupan son los que más y mejor saben (o deberían saber) de qué va esto de las nuevas tecnologías y sus numerosos peligros. Si alguien en Facebook tiene acceso a nuestros mensajes y chateos para luego colocarnos publicidad, ¿cómo se puede ignorar que la mensajería instantánea deja huellas imborrables? Con la que está cayendo sobre la monarquía, lo que menos necesita la institución es saber que el Rey considera que éste es un país complicado («¡y tanto!») o que la Reina descalifica a unos compañeros de profesión con letras destempladas. Lo más probable es que la Reina esté arrepentida de esa amistad y de esas palabras dirigidas a unos periodistas, por más que se esté en desacuerdo con su trabajo o la forma en que la trata. No sería mal detalle que, puesto que ha salido a la luz lo que se creía oculto para siempre, el mismo teléfono usado para denostarlos se usara ahora para pedir disculpas a los agraviados y recordar lo que decía el sabio Charles Dickens: «Acostumbramos a cometer nuestras peores debilidades y flaquezas a causa de la gente que más despreciamos».