En uno de los mejores libros escritos sobre fútbol -«Fiebre en las gradas», de Nick Hornby - el autor, furibundo seguidor del Arsenal desde tiempos inmemoriales (es decir, cuando aún no tenían a Arsene Wenger como técnico, ni su campo se llamaba «Emirates Stadium», ni sus jugadores eran capaces de pegar más de tres pases seguidos) hace un repaso deportivo-sentimental de una treintena de partidos concretos, dando detalles tales como la chica con la acudió, el jugador que la pifió en un momento dado, o el compañero del fondo sur que siempre gritaba lo mismo. La mayoría son partidos del montón, vistos de pie, y cantando sin parar (en la década de los setenta y los ochenta-el libro lo escribió en 1993- el Arsenal era un equipo de mitad de la tabla, rudo, tosco, peleón: eliminatorias de copa, partidos intrascendentes de liga inglesa (aún no se llamaba «Premier») mezclados con algunos en los que sí consiguieron algún título. Cualquier futbolero que se precie (entendiendo por futbolero aquel que es hincha de un club: si no tienes equipo definido, no eres futbolero, ni «amante del fútbol», ni leches. O tienes equipo o no lo tienes…) no podrá evitar reconocerse en las sensaciones (agrias y amargas como las derrotas, una veces; dulces y emocionantes como las victorias, otras) que describe de manera soberbia y divertida a la vez.

Hornby (sí, el mismo que escribió años más tarde el libro en el que se basa la película «Alta Fidelidad» protagonizada por John Cusak, y en la que el protagonista asocia a todas sus ex-novias con sus canciones preferidas) también reflexionaba ya sobre el cambio de fisonomía que estaba experimentando el fútbol inglés (recuerden, año noventa y tres), obligado en gran medida por la necesidad de cambiar la imagen pésima que daban los «holligans» y las dramáticas tragedias de Hillsborough y Heysel, y supo ver que el paisaje estaba cambiando: la entrada de inversores nuevos, la profesionalización del campeonato de liga, la eliminación de los asientos de pie y otras medidas de seguridad, hicieron que la «Premier» pegara un salto de calidad incuestionable, aunque a costa de que perdiera parte de sus atributos atávicos con los que la clase obrera británica se desfogaba de los sinsabores y derrotas de la semana que, día tras día, les proporcionaba la era Thacher.

Hoy, sin lugar a dudas, la «Premier» es la mejor liga del mundo, y un negocio de primer orden gracias al dinero de las televisiones y a la profesionalización de las estructuras de los equipos. Con un ramillete de 7 ú 8 equipos muy potentes económicamente, su liga siempre es emocionante (este año, incluso un equipo que el año pasado estuvo a punto de descender, el Leicester, es candidato a ganarla con Rainieri de entrenador). Y sus estadios tienen un ambiente insuperable: animan y cantan como nadie lo hace en el mundo.

Yo ya hice las tres cosas que todo hombre debe hacer en la vida (planté un libro en el jardín de mi casa, tuve un árbol -en régimen de gananciales- con mi mujer, y escribí con rotulador indeleble sobre el cabezón de mi niño: era esto ¿no?), pero añadiría una más: no irme de este terreno de juego cruel, ruín y malvado sin ver un partido en las gradas de Anfield, o en las de Old Trafford. Incluso aceptaría que fuera las del «Emirates»…