El auge de los populismos está alimentando el uso de las redes sociales para la información política al tiempo que aumenta en muchos países la desconfianza hacia los medios de información tradicionales, que se identifican con el «establishment».

Lo hemos visto a raíz de los sucesos de la ciudad alemana de Colonia, el pasado fin de año, cuando numerosos individuos de origen en su mayoría extranjero se dedicó a hostigar a las mujeres que tenían a su alcance.

Se acusó a la prensa tradicional de ocultar en un primer momento la identidad de los agresores -muchos de ellos magrebíes- por prurito de «corrección política» o para no alimentar los movimientos xenófobos entre la población.

Al final, aquella cautela fue peor porque tanto las autoridades locales y regionales como los medios tuvieron que admitir la responsabilidad de individuos de origen árabe en lo ocurrido y como consecuencia aumentó la desconfianza de los ciudadanos en unas y otros.

Hemos visto también cómo el aspirante republicano a la Casa Blanca Donald Trump se ha dedicado con éxito durante toda la campaña electoral a atacar a los medios, sobre todo lo que allí llaman «prensa liberal».

«Es de lo peor que he visto. Escriben mentiras, escriben noticias falsas y saben que son faltas, pero no les importa. Estoy furioso», declaró el multimillonario político una y otra vez a través de las redes sociales.

A otros candidatos de ese partido no les importa decir, por ejemplo, que han dejado de leer periódicos como el New York Times ante el regocijo del público que los escucha.

Esa desconfianza ciudadana, hábilmente explotada por algunos políticos, hacia la prensa tradicional contrasta con la credulidad que rodea muchas veces lo que se dice en las llamadas «medias sociales».

Una credulidad ciertamente peligrosa porque tiende a dar crédito a cualquier tipo de rumores, incluso a veces los más disparatados, por el solo hecho de su multiplicación en las mismas.

No se puede negar la contribución del llamado «periodismo ciudadano» a la democratización de los medios, pero esa realidad no puede ocultar tampoco los peligros que encierra y que se traduce muchas veces en una masa difícilmente controlable de falsas informaciones.

Hay muchos de esos que en la jerga de internet llaman «troles» que se dedican a poner en circulación ese tipo de falsas noticias, muchas veces con el único afán de provocar, irritar o suscitar debates, frente a las cuales de poco o nada sirve la razón.

Esas falsedades alimentan una especie de «credulidad colectiva» que se traduce muchas veces en un rechazo de cualquier explicación racional o prueba científica porque quienes participan de ella parecen inmunes a las críticas y a todo argumento lógico.

El problema cobra mayor gravedad cuando algunos medios tradicionales, esos que deberían en todo momento verificar cualquier información que les llega, muchas veces por falta de tiempo o de profesionalidad, se dedican a recoger ese tipo de rumores.

En ese ambiente general de desconfianza hacia los medios, las mentiras tienen muchas veces las piernas más largas que la verdad, y una vez lanzado un falso rumor en las redes sociales es muy difícil pararlo y sobre todo verificar su origen.

Como señalan quienes han investigado ese fenómeno en Estados Unidos y otros países, el problema es que hay pocos periodistas dedicados a verificar la masa de informaciones que nos llegan continuamente y de todas partes para darles, si es preciso, un valor añadido o, en su caso, desmentirlas a tiempo, sin dejarlas pasar.

Pero hay algo más, y es que los medios tradicionales deberían ser mucho más receptivos a los problemas cotidianos del hombre de la calle de forma que éste sienta que se entienden sus preocupaciones.

Es lo que no parece que haya ocurrido, por ejemplo, en Alemania con la cobertura de la crisis de los refugiados, en la que muchos ciudadanos sólo ven una amenaza a su estilo de vida.

Y ese miedo han sabido explotarlo hábilmente los partidos populistas y xenófobos sobre todo en las redes sociales, difundiendo muchas veces falsas informaciones sobre abusos o enfermedades de las que los inmigrantes serían portadores.