El 10 % de la ropa ya se compra en la red. Cuanto más suba ese porcentaje más afectará al paisaje urbano. No por la ropa en sí -que prácticamente es un negocio en manos de multinacionales, tan presenciales en edificios bien presentes en el centro de la ciudad o en extrarradiales centros de comercio- sino por la compra en general. Si aceptamos comprar sin probar algo como la ropa, que está tan en contacto con la piel y que nos representa tanto, es fácil saber qué haremos con mercancías que nos implican física y socialmente bastante menos.

No es fácil imaginar cómo le irá al pequeño comercio en el futuro pero sí que los bajos de nuestras ciudades serán menos comerciales. Diríamos que habrá menos que ver al paso pero eso es porque somos mayores y aún miramos escaparates reales. Hace 50 años las parejas salían a ver escaparates componiendo una escena costumbrista que era un escaparate de aquella sociedad. Era un plan de tarde dominical, cuando las tiendas estaban cerradas y eso dejaba el consumo en plano de igualdad con la capacidad de gasto. Entonces las mujeres salían poco de casa y, más que pasear, «eran paseadas». Para mantener la calidad de la relación -que era de por vida- los matrimonios se cuidaban bien de no caer en la discrepancia: no era raro que ella mirara escaparates llevando del brazo a un hombre que oía el fútbol en un transistor.

Muchos de los nacidos de 1980 a 2000 -los millenials- andan por la calle con toda la atención puesta en sus teléfonos inteligentes, mirando el escaparate comercial virtual o su escaparate personal en las redes sociales. Se nota cuando pierden, les roban o se les estropea ese aparato que hace unos años era un teléfono. Sufren la ansiedad de alguien a quien le derriban la ciudad, le quitan lo que hay que ver y camina sin poder decir palabra en la única conversación que le interesa.