José Martí dejó elocuentes testimonios de su respeto y su inagotable admiración por la mujer y sus virtudes, por su fuerza inmensa y sus aparentes debilidades. En su Granos de oro nos recuerda que la mujer está siempre instalada en un tenso y valiente realismo poético, por el solo hecho de ser lo que es y cómo es. En una de sus crónicas del frente ruso Vasily Grossman nos relata que en el año atroz de 1942 muchos pueblos de la retaguardia de la Unión Soviética se convirtieron en pequeños y emocionantes reinos en los que solo había mujeres. «Las mujeres llevan sobre sus hombros el mayor peso del trabajo. Las mujeres dominan. Ellas nos alimentan y fabrican nuestras armas. Nosotros nos limitamos a luchar. Y no siempre lo hacemos muy bien. Ellas miran y no dicen nada. No hay reproches en sus ojos y ni siquiera una palabra amarga...»

Acompaño estos días a mi mujer. Intento estar a su altura. Creo que no lo consigo. Ella es admirable, como tantas otras de sus hermanas en la lucha hermosa por su salud. Los hospitales son un poco como los pueblos rusos que nos describía Grossman. Reinos de la mujer. Las mujeres que allí trabajan escriben cada día largas y portentosas historias de sacrificio, inteligencia y valor. Que ellas son las primeras en desear olvidar.

Es como Sally Bandock, cuando nos da las noticias matinales en la BBC. Un poco a contracorriente de la casta sacerdotal de sus colegas masculinos. Al final lo que nos queda es la finura plateada de su mensaje desde su inteligencia de mujer generosa. Y es lo que recordaremos el día siguiente.