Me dicen que a usted no le gusta la Semana Santa. Que cuestiona las salidas procesionales, que le molesta el ruido de las bandas, los cortes de tráfico, las tribunas en las calles. Me dicen que usted propone someterlo a referéndum. Veo que usted es un demócrata compulsivo, uno de esos que consideran que deberíamos votar todo aquello que nos molesta del otro.

Aunque usted no lo sepa, los desfiles procesionales en Semana Santa forman parte de una tradición popular fuertemente arraigada. Tradición es todo aquello que contiene la historia de un pueblo, la de sus gentes, la de sus costumbres. No es algo que hayan inventado los políticos de tal o cual partido, ni siquiera los clérigos. No se puede confundir con la ideología. Se trata de un inexplicable sentimiento, de la expresión que reúne a los ciudadanos desde hace siglos. Decir que forma parte de nuestras raíces sería recurrir a un lugar demasiado común. La tradición contiene los lazos invisibles que mantienen unida a la gran mayoría del pueblo. Quizá usted no lo entienda porque es hijo del individualismo moderno. Es fruto de una época en la que se ha primado la independencia del ser humano por encima de intereses comunes. Un mundo que nos ha enseñado a buscar la diferencia en perjuicio de cualquier similitud. No le culpo por ello. Es algo bastante programado. Separar a los individuos beneficia a los poderosos.

La Semana Santa, incluso desprovista de su sentido religioso, forma parte de nuestra íntima historia. Al son de cornetas y tambores, el recuerdo navega por las calles de nuestra Málaga, al paso fúnebre y majestuoso de un trono. Calle Mármoles, Pasillo Santa Isabel, Atarazanas, Alameda, Larios, Granada, plaza Uncibay, Méndez Núñez, Carretería, Tribuna de los Pobres... Muchas escenas de la infancia permanecen agarradas a un varal o petrificadas como la cera de un cirio sobre una bola de papel albal. Nuestros padres, con el alegre eco de la campanita de un mayordomo, nos enseñaron a amar esta tierra desde la cruz de guía, a golpe de maza, portándonos hasta el presente sobre sus lastimados hombros.

La Semana Santa constituye un alivio para muchas familias, humildes en su mayoría, que vibran durante una semana al ver a sus imágenes en la calle, las mismas a las que le rogaron que su marido sanase o que el hijo encontrase un trabajo. A las que confesaron sus miedos, sus anhelos, sus pesadumbre o su secreta agonía. Con las que desahogaron su queja por la escasez en la que viven, por la falta de oportunidades, por la inmediatez de la crisis. La Semana Santa les hace vibrar al ver a sus hijos vestidos de monaguillo, de nazareno o metiendo el hombro en el mismo lugar donde ellos solían hacerlo. Y ese gesto es un símbolo que quizá no entienda, que el amor a la tierra no es más que el amor hacia nuestros ascendientes, hacia todo aquello que con tesón nos enseñaron. Hacia todo aquello que queremos que permanezca en nuestros hijos cuando nos hayamos ido. Porque en ese varal, en esa campana, en ese cirial, en el redoble de ese tambor o en el clarín de la corneta no están sino ellos, bajo un manto de tradición que los perpetúa.

Y ahora viene usted, en un alarde demócrata, a cuestionar la tradición. ¿Pretende borrar el pasado? ¿O quizá lo que intenta es embargar nuestros recuerdos? Monte una urna en su casa y ponga su voluntad en cuestión. Pregúntese por las verdaderas procesiones que nos asolan, como el paro, la corrupción, la pobreza. Diseñe un itinerario lo más corto posible para su encierro y procure que no vuelvan a procesionar cada año por las calles que construyeron nuestros abuelos.