Los antiguos griegos elogiaban con prudencia la acción y admiraban la vida contemplativa. Todo lo contrario de lo que sucede hoy. Nuestra capacidad de contemplar se reduce a los programas basura de la televisión: Gran Hermano y la exhibición narcisista de la vulgaridad, la venta y la difusión de los mensajes privados, las consignas en formato PowerPoint de las tertulias políticas, la crónica rosa de una sociedad que se regodea en el cotilleo y en el sentimentalismo. Recorremos en manada los museos, como quien acude a un supermercado, abrumados por el exceso. En una moleskine vamos tachando las ciudades que hemos pisado, los países a los que hemos viajado. Por supuesto, las multitudes todavía admiran las hazañas de los grandes deportistas -aunque siempre se está al acecho de que un caso de dopaje destruya el mito- o desean participar en los rituales dionisíacos de las estrellas del rock; pero se trata, en todo caso, de una fascinación secundaria, puramente ociosa, propia de la sociedad del espectáculo. Lo estimable no es ya ser espectador, sino pasar a la acción, ya sea de acuerdo con el lema americano del «hombre hecho a sí mismo» o conforme al ideario colectivo de la sociedad civil. El espíritu del emprendedor y la ingeniería social, el "«hacer país» y el amplio universo de la corrección política comparten esta misma idolatría por la acción. Incluso las religiones -el territorio salvaje de la mística- pregonan la necesidad de «hacer lío», si nos tomamos en serio las palabras del papa Bergoglio.

No me parece mal que sea así. Las virtudes del capitalismo se sustentan en gran medida sobre la iniciativa individual y colectiva. El emprendedor identifica nuevos campos abiertos al comercio y crea riqueza. El tejido asociativo robustece las sociedades y permite construir en común. La grandeza de las naciones se deriva sobre todo de su capacidad de sacar adelante proyectos. Si uno se fija en Suecia y en otros países del norte, comprueba la importancia que se concede a preservar la cohesión social. Y esto exige gobernar con la determinación y la inteligencia necesarias. Y si uno se fija en los Estados Unidos, piensa en sus grandes multinacionales tecnológicas surgidas de la nada o en el fervor de los colonos desplazándose hacia el Oeste, lo cual requiere también a su vez una enorme voluntad. La gloria de la acción se resume en que cree en el futuro.

Lo que sorprende en nuestra época no es eso, sino su desprecio hacia las virtudes contemplativas. Tiene que ver con la cesura que se produce entre la personalidad extrovertida y el recogimiento del introvertido, que el mundo de hoy tiende a mirar con sospecha. Para los griegos, la característica principal del contemplativo era saber reconocer la grandeza allá donde estuviera. La grandeza, ante todo, de los vastos espacios vírgenes: el universo, en primer lugar, con sus miríadas de estrellas suspendidas como dioses desconocidos. La grandeza también de lo pequeño, de lo microscópico incluso. La grandeza del arte, la poesía, la música, el cine, la filosofía€ La grandeza del deporte y de la superación personal; del hombre hecho a sí mismo y del buen político. Reconocer la grandeza y saber admirarla forman parte del valor de la contemplación. Pero su principal utilidad para nuestros días quizás sea otra. En primer lugar, descubrir que no sólo nos realizamos en la acción como se nos quiere hacer creer, sino que nuestra sensibilidad también se alimenta de otro tipo de intimidades. Y en segundo, que la envidia no forma parte del ADN del contemplativo, sino más bien al contrario. Los griegos no necesitaban envidiar al que era mejor o sospechar de él o destruirlo. Más bien, pretendían emularlo, parecérsele en la medida de lo posible, como un modo de participar en la belleza o en la gloria, echando raíces en aquello que les superaba. Sospecho que los introvertidos y los contemplativos equilibran una sociedad que tiende peligrosamente hacia el activismo. Actúan como un contrapeso necesario, ajeno a las carreras por el poder. Su mirada nos enseña, sencillamente, que existe otro mundo.