El pasado lunes se cumplieron setenta y cuatro años de la muerte de Miguel Hernández. El genio que creó poesía en mitad de una España deshecha. Tuberculoso y destrozado, Miguel se murió como muchos en aquellos años 40, en una triste cárcel llena de personas que pensaban de forma no alineada al pensamiento único. Me lo imagino sentado en el suelo de una maloliente celda acabando sus días entre versos de esos que hablaban del dolor, el luto y los vientos de un pueblo que habían dejado de soplar.

Miguel luchó por su ideales en mitad de una guerra en la que los hermanos se mataban entre sí. Una mierda de guerra que sigue coleando (joder, qué buen análisis historiográfico acabo de hacer). Ahora a Miguel lo quieren meter en sus chorradas los chavalitos de Podemos. Antes de hablar del poeta lávense la boca. Comparar al autor de El rayo que no cesa con un animal de bellota violento no es tolerable. Teresa Rodríguez equiparó a Andrés Bódalo con Miguel Hernández. El tal Bódalo, gorrita del Ché y camiseta de rayas a lo Popeye, se ponía gallito el martes por la mañana en la tele defendiendo no sé qué tonterías. Sólo acerté a entender que había que considerarlo un preso político. ¡Ya ves tú! Todo por participar en apalizar a un concejal del PSOE.

Para la libertad me desprendo a balazos

de los que han revolcado su estatua por el lodo.

Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,

de mi casa, de todo.

Que alguien le explique a Bódalo que los versos de El herido nos hablan de una España desquiciada por el odio a la que ninguna persona cabal quiere volver. Además, Miguel hablaba de luchar por la libertad. Imponer a golpes unas ideas es apalizar la libertad. Sin contemplaciones. Y eso puede ser cualquier cosa menos poesía. La poesía duele en sitios donde las patadas de un tarado no llegan.